Hay un momento, allá por el Siglo de Oro, en que la cocina se convierte en una práctica lúdica que va más allá de dar sustento a la familia. La complejidad aumenta dando lugar a utensilios y recipientes de toda clase que la pátina del tiempo les dota de valor en sí mismo para ser coleccionados, exhibidos y contemplados. En nuestro ámbito la cocina como lugar físico cobra una importancia casi festiva
VALENCIA. Las cocinas valencianas de antaño, en aquellas casas que se lo podían permitir, eran templos casi sagrados, que homenajeaban el arte culinario, el buen yantar y los productos de la tierra: la decoración cerámica de las paredes en un ambiente de horror vacui, representa escenas con personajes preparando el banquete, sirvientes elegantemente ataviados ofreciendo en bandejas las más variadas viandas, o los señores de la casa degustándolas sentados a la mesa mientras un perro da buena cuenta de los restos. Cuelgan a modo de trampantojo aves de caza y corral, embutidos y cochinillos abiertos en canal, y en el zócalo de la zona de los fogones azulejos individuales de figura. A buen seguro, son las cocinas del siglo XVIII valencianas la expresión más exaltada de ese mundo de la felicidad inmediata y temporal que proporciona la buena mesa (algo, esto de la celebración alrededor de los más diversos manjares, que parece no decaer, sino todo lo contrario, lean, sino, la obligada Guía Hedonista en este mismo periódico).
Desgraciadamente, en su estado original quedan muchas menos cocinas de las que nos gustaría. No hemos sabido conservar en su estado primigenio un mundo lleno de encanto, y que nos proporciona gran información sobre qué y cómo se comía. El sorprendente color, la enorme variedad de motivos y el decorativismo de las cocinas de nuestro entorno cercano, contrasta con el mundo castellano de colores parduzcos y grises. Incluso las enormes pero sobrias y espartanas cocinas del Palacio Real de Madrid parecen más propias de un seminario o de un cuartel que de uno de los más lujosos palacios del mundo. Hoy, muchos de los azulejos que literalmente forraban las paredes de aquellas estancias mediterráneas, que puedo imaginar impregnadas de los más sugerentes aromas, una vez desmanteladas por la venta, el pillaje, el robo o en el peor de los casos desaparecidas por la ruina las casas en las que se hallaban, se han diseminado, pudiendo encontrarse azulejos llamados popularmente "de cocina" en colecciones particulares de cerámica, museos y anticuarios: azulejos de las más diversas especies de pescados, embutidos, verduras, utillaje...
Como decía, en la ciudad de Valencia a penas quedan cocinas barrocas. Se pueden contar con los dedos de una mano. Que yo sepa, tan sólo en el Palacio Marqués de Dos Aguas, otra importante en una casa señorial de la calle Eixarchs y en la casa Natalicia de San Vicente y poco más. Descontextualizada pero excelente es la que se exhibe en el Museo de Nacional de Artes decorativas de Madrid.
La idea para este artículo la tuve en la galería de la calle Vilaragut de mi amigo anticuario Noel Ribes. Noel sabe combinar junto a una magnífica talla de Malinas del siglo XVI una bola francesa de petanca del siglo XIX. Para que eso funcione, hay que saber. En esta ocasión acababa de adquirir un objeto que me pareció decorativamente muy interesante pero desconocía por completo de qué podía tratarse. Era un sencillo disco de madera de unos treinta centímetros, con una bonita pátina y unos surcos que me remitían a algo, pero no sabía bien a qué. Bien encerado me pareció una pieza sugerente. Me recordaba a algo más de origen tribal que propio de aquí. Cuando me di por vencido me explicó, para mi sorpresa, que se trataba de una pieza de finales del siglo XIX y principios del XX que se utilizaba para prensar los quesos manchegos. Me pareció excelente la idea de darle una función decorativa.
Justamente fue el propio Noel el que sugirió a otro amigo, Gaspar Lasso, propietario de Marinetta Mia, un recomendable restaurante de comida italiana en la calle del Mar, lucir en sus paredes un pequeño utensilio en hierro forjado de finales del XVII que se empleaba para cortar masa y que debidamente enmarcado- recordemos lo que decíamos sobre el efecto que ejerce el marco sobre una pieza - cuelga y luce en una de sus paredes; o unos moldes de repostería en madera de nogal de los años 20 que también lucen con encanto y originalidad en el restaurante. En una época en la que muchos locales parecen decorados con el mismo patrón, creo que es un aliciente dar personalidad y diferenciarse en los detalles.
El objeto doméstico, de uso diario, convertido en algo bello por el paso del tiempo por el efecto del desgaste y las pátinas que pausadamente les dotan de un carácter y brillo especial. La cocina como algo más que la mera alimentación para subsistir, existe desde tiempo inmemorial. Rescatar y dignificar este mundo, o como se dice ahora para parecer docto en la materia “poner el valor” es algo que no debe desligarse de la explosión gastronómica que vive nuestro país. Cuando hay historia, tradición que no debemos inventarnos ¿porqué no reivindicarla haciéndola más visible?.
Otro ejemplo de piezas que en su día tenían una función eminentemente práctica pero que el tiempo, el milagro de la conservación les ha otorgado un valor y belleza indiscutible son las piezas de alfarería. Si tenéis ocasión de visitar la zona de Els Ports, más allá de Morella se encuentra la localidad de Mas de las Matas, ya en la provincia de Teruel resulta interesante visitar la exposición municipal de tinajas de barro de los siglos entre XVI y el XVIII. Imponentes piezas de gran tamaño, algunas de origen mudéjar, que servían para el almacenaje de vino y aceite principalmente. Muchas todavía conservan indeleble el olor a los líquidos que contuvieron.
No hay país en el mundo que valore su pasado gastronómico como Francia. No hay brocanter que entre las piezas que tienen a la venta no exhiba cacharrería de cocina de cobre, que pese a tener más de una centuria de antigüedad, todavía son perfectamente utilizables: me parecen especialmente atractivos los moldes de repostería de las más variadas formas, o las grandes y profundas sartenes, también en cobre, con unos pesados mangos en hierro colado, perfectos para aguantar los embates de los cocineros más rudos. Y es que ponemos mucho empeño en decorar determinadas zonas de la casa y abandonamos otras a la suerte del minimalismo más insulso. Las cocinas hoy parecen laboratorios de biotecnología. Atrévanse a introducir algo de arte, algo de emoción. Es posible que hasta les entren más ganas de cocinar.