BAR POLÍGONO

Bar Polígono: entre ‘esmorzars’ y enciclopedias médicas

El bar Polígono está, lo habéis adivinado, en un polígono. En el de Alboraia, ese de los locales de ensayo y el olor a huerta. Una nave inmensa, un espacio auténtico, y mucha tradición. 

25/03/2022 - 

Al entrar en el bar Polígono, Alboraia se convirtió en el desierto de Tabernas durante una película de Sergio Leone. La decisión de atravesar o no la puerta duró un segundo, pero durante ese segundo, me sentí forastera en la huerta periurbana de mi tierra. Una mujer, solo una mujer en un comedor inmenso.  

Procedo a describir el comedor. Después iré con la mujer:

Si nos desprendemos del imaginario urbanita que se achaca a los espacios diáfanos, podríamos acercarnos a describir este espacio. No hay diseño pero hay cedés y deuvedés. Hay sillas rojas acolchadas, hay mesas desnudas, hay verdad. Y muchos cacaos. 

Ahora la mujer. La única mujer que veo y que no es cocinera, come una empanadilla de pie en la barra, de espaldas a las mesas de hombres que alternan entre el móvil, el dúo de gaseosa y vino y el periódico abierto por las páginas deportivas. Acompaña el bocado con un café con dos sobres de sacarina. A juzgar por su vestimenta, no desempeña ningún trabajo que requiera calzado de seguridad.  

También entra en escena Jose Luis, el vendedor itinerante de la ONCE, que protege los cupones de la lluvia guardándolos en el pecho como quien guarda un recién nacido, como si fuera uno de esos padres millenials que se cuelgan del pecho al bebé antaño un dictador llevaría condecoraciones. 

La gama de colores de la clientela va desde el uniforme negro y naranja con un logo gigantesco y agresivo de una empresa de engranajes, al marrón indefinido de los jubilados. Los del uniforme negro y naranja llevan la gorra para atrás, son calvos, corpulentos y están  hambrientos. Piden salsa de carne para el postre. Tienen grasa en las manos y grasa en los guantes llenos de grasa industrial.

Como ya hemos cruzado el Rubicón de la hora punta —son las once de la mañana—, en el comedor hay eco y chivitos. Antes, en plena estampida había de todo lo que puedas meter entre pan. El pan, por cierto tiene lo que tiene que tener un pan de almuerzo: crujiente por fuera para resistir los jugos del relleno pero tierno por dentro. 

Ahora que hay no silencio, pero sí menos del barullo de la versión adulta y obrera del patio del recreo que es l’esmorzar, se oye un incesante y rítmico batir de huevos procedente de la cocina. Una ventanilla horizontal y bastante amplia practicada en la pared muestra el espacio de trabajo de Susana y Manoli, las cocineras. Nueve y cuatro años preparando bocatas y menús del mediodía. No saben qué es lo que tiene de especial el Polígono, pero sí que atrae a mucha gente. ¿Es el cariño? “Supongo, no lo sé. A todo aquel que trabaje en esto ha de gustarle”. 

Como tortilla de patatas con pimiento verde y rojo. La tortilla de patatas es un buen barómetro para calcular el amor que se le pone a la comida en una casa de ídem. 

Al fondo de la nave-bar hay una estancia sin puertas pero con algo de intimidad. Tiene muebles viejos de casa familiar, esos que son barniz oscuro y que viven eternamente si resisten a las termitas. Me siento en la mesa con el patrón, Alfredo Pons Bellver. “La historia de este bar tiene muchos años, treinta y dos. Lo tenía un tío mío. Yo había estudiado medicina, cinco años, pero me lo dejé en el último año. Mi tío me dijo que se lo quería dejar y lo cogí yo. La vida… mira, la vida son muchas cosas, lo que pasa es que ahora me gusta, antes no. Conoces a la clientela, sabes lo que quiere. Hemos intentado hacerlo bien. Creo que este sitio siempre ha sido especial no solo por cómo hemos sido nosotros, que siempre hemos procurado ser cariñosos con la gente, es por el espacio, que es distinto, con mucha luz, orientado como una alquería en la huerta. Siempre ha sido el mejor bar del polígono”. 

Alfredo se jubila y busca sucesores. “Me preocupa que se pierda la esencia y también, dejar de hacer lo que hago todos los días. Mi hija me dice ‘parece que no quieras dejarlo’. Ya, es porque es un trabajo interesante”. En la estantería que hay detrás de Alfredo hay un surtido de tomos de la Enciclopedia Médica, Patología General, la Británica y la Gran Enciclopedia de la Comunidad Valenciana. “Lo de la Británica es porque mi mujer es inglesa. Ella de esto de los almuerzos no dice nada, cada uno tiene su vida”. 

“De estos años de experiencia saco el trato directo con la gente. Esto es como un teatro, estás todo el día actuando. No solamente poniendo cafés, aunque vamos a ver, yo me llevo lo que es el trabajo, pero mi vida son muchas más cosas”.

Alguien grita “Pacoooooooo” y Paco, el camarero, corre a llevar cafés, aunque ya no haya gente. Una cocinera, que hace las veces de camarera, saca cinco bocadillos enteros a la vez. “Es distinto el almuerzo del trabajador que el festivo. La gente en un polígono necesita salir de su nave aunque sea para tomar un café, luego la tradición del almuerzo es muy típica de esta zona”. Alfredo cuenta que en época de bonanza se han llegado a gastar ciento diez barras de pan. 

(Agradezco el descubrimiento a Joan Ruíz, aka Esmorzaret, que montó un comboi en el Polígono junto a Almudena Ortuño, Betto García y Marta Pascual en el que hablamos de porqué se da el tropo de la mujer sola que come una empanadilla y se bebe un café con sacarina).