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CRÍTICA DE CONCIERTO

Beethoven: ¿fuerza o elegancia?

Se dio el pasado domingo en el Palau de la Música un programa con mucho tirón: la Orquesta Filarmónica de Londres aportaba el prestigio internacional. Juanjo Mena llevaba la batuta, y Javier Perianes actuaba como solista: dos músicos españoles asimismo muy conocidos. Y la sesión incluía obras de Mozart y Beethoven, seleccionadas entre las más populares de su catálogo. El resultado era previsible: llenazo total

19/02/2019 - 

VALÈNCIA. Estuvo Mozart al principio y al final, Beethoven en el centro. Del primero se interpretaron dos obras que se han visto relacionadas con frecuencia, tanto por la proximidad de su composición como por la concepción del inicio. Fueron éstas la obertura de Don Giovanni (1787) y la Sinfonía núm. 39 (1788). Ambas comienzan con unos solemnes acordes interrumpidos por rápidas escalas, en una secuencia que se repite y que otorga, ya desde las primeras notas, un gran dramatismo a las dos obras. Era lógico esperar, pues, que la batuta justificara la confección del programa subrayando las características comunes de estas partituras.

Pero no fue así. Mientras que la obertura de Don Giovanni se tradujo con la solemnidad y el dramatismo que le corresponden –y no sólo en los compases iniciales- el principio de la Sinfonía 39 fue interpretado con una suavidad que casi eliminaba los contrastes, en un tempo que poco tenía que ver con el de la obertura mencionada, y difuminando, de hecho, una relación que parece evidente. No sólo con ésta: también con sus hermanas de la trilogía final, las sinfonías núm. 40 y 41, primorosos ejemplos, todas ellas, del clasicismo más depurado, que, por otra parte, van abriéndose paso hacia los senderos del Romanticismo.

Cierto es que Mena y los músicos londinenses brindaron, por lo general, un buen ajuste entre las secciones, y un sonido limpio que permitía apreciar los colores de la paleta mozartiana. Hubo sutilezas en el fraseo y sonoridades hermosas, sobre todo en la gama del piano. Pero también es cierto que allí parecía no pasar nada, que estábamos ante una música bellamente compuesta y bellamente ejecutada, pero que transmitía muy poca emoción, y que no nos daba las pistas para comprender los pasos que estaba dando Mozart en la última etapa de su vida (recordemos que murió sólo tres años después, en 1791).

Foto: EVA RIPOLL.

En el segundo movimiento de la Sinfonía 39, un Andante con moto encantador, la orquesta pareció encontrar el camino, haciéndolo transcurrir con una calma no exenta de tensión, presentándolo con todo el misterio que hay en él, y otorgando sentido a cada una de las modulaciones. Los instrumentos de viento-madera, tan importantes en toda la sinfonía, dieron la talla. La cuerda, por su parte, algo afilada en el movimiento inicial, adquirió mayor terciopelo. Siguieron bien las maderas en el Menuetto, especialmente en el Trio, donde destacaron los clarinetes, a pesar del acompañamiento que recibieron, machacón y rutinario. El Allegro final, por último, con muchos pasajes de imitación contrapuntística, se hizo con ajuste -condición sine qua non- pero con muy poco más: transparencia, calidad sonora y expresividad, las justas. Ni un gramito más.

... Y Beethoven en el centro

Entre la obertura de Don Giovanni y la Sinfonía 39 de Mozart se situó el Concierto para piano y orquesta núm. 5 de Beethoven, el llamado “Emperador” (sin que el compositor tuviera nada que ver con tal epíteto, aunque, en realidad, le cuadra bien si lo referimos al instrumento). O, ¿quién sabe?, al poderío que emana de su música. La partitura, a pesar de la situación personal vivida por Beethoven en el momento de su gestación (1809), cuando Viena fue asediada y luego conquistada por las tropas napoleónicas, irradia fuerza y alegría, en unas dosis que muy pocas obras han conseguido alguna vez. 

Es muy difícil no dejarse invadir por un plus de optimismo y de felicidad ante la energía que Beethoven transmite aquí, ante la sorpresa al escuchar cómo el piano, ese instrumento al que el músico de Bonn había dedicado tantos esfuerzos como intérprete y como compositor -también como estimulador incansable de las mejoras que iban introduciendo en él los fabricantes-, se ponía en pie de igualdad con una orquesta entera, cómo podía espolearla y responder a sus requerimientos, cómo se alejaba de aquel encantador pero frágil pianoforte de los inicios, convirtiéndose en el instrumento rey del siglo XIX. 

No es la primera vez que Beethoven obvia su situación personal más inmediata  y escribe una música que traslada inquietudes y sentimientos de mayor alcance. También lo hicieron Bach, Händel, Haydn, Mozart... todos los grandes, especialmente los del siglo XVIII, quienes, además de artistas, eran artesanos. En el mejor sentido del término: sabían ejercer su oficio en cualquier situación, y aunque Beethoven se reivindicaba ya con el altivo orgullo de un artista, no se dejaba llevar necesariamente por su contexto personal inmediato, sino que lo trascendía. Las circunstancias en que compuso la Tercera Sinfonía (Heroica), obra grandiosa donde las haya, justamente cuando se estaba quedando sordo, proporcionan otra muestra de esa capacidad que le permitía hacer música en circunstancias `poco propicias.

El Concierto núm. 5 no es un concierto “militar”, aunque así lo haya mantenido, entre otros, el gran musicólogo Alfred Einstein. Su ritmo, su fuerza, su alegría, nada tienen que ver con la guerra y la destrucción. Al contrario, es un canto a la vida, a la felicidad, al instrumento que ama quien lo compone. Y al fantástico poder del que disponen las manos que pueden tocarlo.

Naturalmente, como todas las obras maestras, pueden encontrarse, para el Quinto Concierto, otras lecturas, otros enfoques. Lecturas más intimistas, más tranquilas, que no se conforman con el suave remanso del segundo movimiento, remanso que, por otra parte, es también muy alegre, con unas melodías llenas de luz y un límpido devenir del discurso pianístico. En esas lecturas se subrayan los momentos de mayor delicadeza (que los hay, y muchos), y se buscan, con el noble objetivo de evitar rutinas interpretativas, versiones nuevas, diferentes. Perianas pareció situarse en ese tipo de parámetros, mostrando un fraseo poético, un volumen más bien reducido, y un carácter sólo exultante cuando no había otro enfoque posible. La batuta de Mena le acompañaba en el empeño, aunque, dentro de la corrección, asomó también ese puntito de frialdad expresiva mostrado en la interpretación de Mozart. 

Foto: EVA RIPOLL.

De una u otra forma, los requerimientos técnicos para el solista son muy grandes. El pianista de Nerva cumplió en todo lo referente a limpieza, velocidad, equilibrio en la pulsación y ajuste con la orquesta. La potencia exhibida, no muy grande, pudo verse como una opción, especialmente en los pasajes más líricos. No tanto en otros donde el piano debe brillar, y brillar mucho: de la mano de Beethoven gana este instrumento un nuevo espacio en el ámbito del concierto con orquesta, espacio que no tenía antes y que encuentra, justamente en esta pieza, el momento histórico de su afirmación.

El público obligó con sus aplausos a que Javier Perianes brindara un regalo. Y, por si no había tenido bastante con las dificultades que plantea el terrible “Emperador”, Perianes escogió la versión pianística de La danza del fuego, transcrita por el mismo Manuel de Falla... sin demasiada piedad para el intérprete. Después ya no quiso -y con razón- tocar nada más.

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