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el diccionario berlanga (VI)

Un emperador desde la lejanía

28/01/2022 - 

I. Imperio austrohúngaro

VALÈNCIA.- A estas alturas del año en el que se homenajea a Luis García Berlanga es sabido que el cineasta era irreverente, descarado y burlón. Sus rodajes eran tan accidentados como brillantes. O lo que es lo mismo, había método en su caos. Podía detestar la dirección de actrices y actores porque prefería dejarla a la espontaneidad. En cambio, no dejaba ni un cabo suelto en sus planos secuencia, pues era consciente de que se jugaba mucho en ellos y que, para que resultasen armonizados, requerían de rigor en la dirección.

También era «un poco fallero, y un poco valenciano, y un poco puñetero», como aseguraba José Sacristán en una entrevista sobre el rodaje de La vaquilla (1985) para la revista El Cultural. Y un poco fetichista. El cineasta obsesiones tenía varias. Desde el pavor a la muerte pasando por los travellings o la pólvora. 

Los fuegos artificiales quizás puedan pasar desapercibidos para quien ni por cinéfilo ni por valenciano cae en esos detalles de ambiente

Ese gran arraigo y valencianismo se tradujo en que intentase hacer estallar su propia mascletà a la mínima que el guion lo permitiese. Ejemplo de ello, la escena final de Esa pareja feliz (1953), cargada de simbolismo y de traca; o Calabuch (1956), ese viejecito científico americano amante de la pirotécnia que aparece en un pueblo del Mediterráneo. Los fuegos artificiales quizás puedan pasar desapercibidos para quien ni por cinéfilo ni por valenciano cae en esos detalles de ambiente. Son, al fin y al cabo, una manía más camuflable y festiva.

Menos discreta era, en cambio, su obsesión con el Imperio Austrohúngaro. Aquella inestable potencia europea fue el mayor fetiche de los diálogos de sus películas. Berlanga logró incluir en todos sus largometrajes la mención a dicho imperio. En todos excepto en uno, en el primero, Esa pareja feliz (1953), que dirigió junto a Juan Antonio Bardem. Quizás porque aún no había despertado en el cineasta bizarra obsesión o quizás porque a Fernando Fernán Gómez y Elvira Quintillá no les hacía falta lidiar con el territorio centroeuropeo; ya tenían suficiente con la electrónica.

¿La explicación? Como la mayoría de supersticiones o manías, la austrohúngara no tiene un origen concreto. El director aseguró en diferentes ocasiones que metió la palabra austrohúngaro en sus primeras películas de modo inconsciente, pero luego la adoptó como un talismán, como la madera que tenía que tocar para creer que las cosas iban a ir bien.  Del mismo modo que la muerte era su gran miedo, su gran tabú. Berlanga afirmó en multitud de ocasiones que la manera en la que le gustaría morir era no morirse. De ahí que la sombra de la parca se extienda por toda su filmografía. Era para él otra forma de tocar madera.

El resultado son escenas de lo más cómicas y absurdas. Desde ser la pregunta del examen oral que tiene Jorge Vico antes de sus vacaciones al inicio de Novio a la vista (1954), a unos soldaditos de plomo de dicho imperio en ¡Vivan los novios! (1970). En Patrimonio Nacional (1980) Mary Santpere se proclama a sí misma viuda de Leguineche desde que el marqués la abandonó para «liarse con una zorra húngara, o austriaca» o en La vaquilla suena por megafonía el vals Suspiros austrohúngaros. También utilizó ese ingenio de manera tierna en el caso de Moros y cristianos (1987) donde se escucha por megafonía en un centro comercial cómo «Hidalgo y Hernández firman ejemplares de El último austrohúngaro», para agradecer así a los autores del libro real de entrevistas con Berlanga que se titula así.

El último guiño que dejó fue el que hizo la guía en París Tombuctú (1999) mientras le explicaba a Santiago Segura: «Ya sabe, los excomunistas son tan devotos... Están como locos por volver al Imperio austrohúngaro». Eso, a falta de revisar el guion de ¡Viva Rusia! que depositó en la caja entregada al Instituto Cervantes, película que debía ser la cuarta parte que contase las peripecias de la familia Leguineche y nunca llegó a rodarse, aunque por superstición debería incluir este chascarrillo. Y así, por chiste privado o fetiche, la vida de esta potencia centroeuropea del siglo XIX revivió durante la mitad del XX y, con él, Berlanga se convirtió en el nuevo emperador a distancia de un territorio que volvió a nacer en el imaginario del cine. 

Plácido (1961)

Aquí, Berlanga adoptó el tema al que se refería Azcona: «Se debe amar al prójimo haciendo siempre la excepción de los pobres de pedir», y propuso una lucha de clases en torno a una mesa, ahondando en las consecuencias que tiene para los pobres esta sociedad pudiente. La película debería haberse titulado Siente a un pobre en su mesa, haciendo referencia directa a la campaña buenista que impulsó el franquismo y que animaba a las familias bien a invitar a una persona sin hogar a la cena de Nochebuena. 

La censura no consintió el título pero no evitaría que fuese uno de sus films más conocidos. Después de varias reescrituras y búsquedas de productor, el argumento mutó en un guion todavía más negro y, además, coral: lo que van a ser los puntales del cine `Berlangazcona’. Ah,y a propósito, en el minuto 42 durante la distendida conversación, uno de los indigentes invitados a cenar afirma que es veterano de guerra. «¿La de África?», le preguntan. «No, la austrohúngara», contesta.

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