La Alquería de Boro es uno de los lugares de peregrinaje de algunos de los hosteleros más importantes de la ciudad. Incluidos los fundadores de Casa Carmela. Por algo será.
Alrededor de la paella valenciana se han ido apilando un sinfín de mandamientos, líneas rojas, mitos. Uno de ellos es el de que no es posible comer una paella superlativa que se haya cocinado en un caldero gigante. Confieso que yo también pensaba hasta hace unos años que eso era solo cosa de fiestas patronales, premios Guinness y arroces batalleros de comedor de colegio. Entonces llegó Boro y nos descubrió que estábamos muy equivocados.
Desde su apertura en 2008 hasta la eclosión del Covid, la bonita alquería de Boro, “plantada” en medio de la huerta del distrito de Quatre Carreres, no tenía cartel en la entrada. El espacio, compuesto por una casa con salón y cocina y una gran terraza, estaba enfocado a la celebración de eventos de pequeña y mediana envergadura. Era un sitio que se conocía exclusivamente a través del boca-oreja y, a pesar del relativo anonimato, funcionaba bastante bien. Cuando llegó la pandemia y se prohibieron los eventos y las mesas de grupos grandes, la alquería se convirtió oficialmente en restaurante. Pero no uno cualquiera.
La principal peculiaridad consiste en que Boro cocina sus arroces a leña en el jardín, delante de los clientes, en un caldero enorme de seis asas del que pueden salir hasta 300 raciones. Es una paella para todos, pero con posibilidad de repetir las veces que quieras.
El menú cerrado que se ofrecía a los clientes en los inicios no sufrió variaciones con el cambio al formato de restaurante. Se compone de unos entrantes -tabla de ibéricos y quesos, esgarraet y clótxinas al vapor-, ensalada de tomate de la huerta y paella valenciana clásica, de la que puedes pedir cuantas raciones quieras. Todo se remata con un postre con fruta de temporada, una exquisita coca de llanda artesanal y una copita de mistela. Todo por 40 euros, incluyendo las bebidas que se consuman durante la comida.
Además de deleitarte con el entorno paisajístico -la mejor época es entre septiembre y octubre, y entre mayo y junio-, la gracia está en la posibilidad de levantarte de la mesa y acercarte a observar el proceso desde primera fila. Envuelto en el humo de la leña de naranjo, verás a Boro morder de vez en cuando una lechuga y probar a continuación una muestra del caldo hirviente. Es su truco para limpiarse la lengua y catar el punto de sal con garantías.
Hablamos de una paella clásica con pollo, conejo y caracoles, aunque se le añade también pato “por ser un animal que siempre ha vivido en arrozales”. Combinando técnica e intuición, Boro siempre consigue que sus arroces tengan una cocción perfecta y un sabor equilibrado. Las carnes siempre están tiernas, las verduras en su punto y el nivel de sal bien ajustado.
“Los valencianos, cuando salen a comer arroz fuera de casa, suelen ir a por la de marisco, porque la clásica es la que se cocina siempre en casa. Por eso, estoy muy contento de haber contribuido a cambiar un poco esa mentalidad y haber convencido a mucha gente de que es posible cocinar una paella valenciana, y además muy grande, y que sea de las mejores que has probado en tu vida”, afirma Boro, entre cuyos clientes se encuentran -¡ojo!- grandes hosteleros valencianos como los fundadores de Maipi, Casa Carmela o Aragón 58 y La Principal. Vamos, gente que de arroces sabe un rato.
Es la paella de un hombre de ciencias que siempre ha buscado los porqués de los procesos, pero también es la que ha llegado a perfeccionar aquel chaval que cuando tenía 14 años ya se atrevía a cocinar para las cien personas de su campamento de boy scouts. “Mucho antes de dedicarme profesionalmente a la cocina, yo ya estaba muy acostumbrado a cocinar para grupos. Además de ser el cocinero oficial en todas las reuniones familiares y de amigos, también lo he hecho en muchas otras circunstancias, porque siempre he estado metido en asociaciones y ONGs. Por ejemplo, cuando fui al Amazonas peruano acabé siendo el cocinero de la expedición”.
Boro tuvo clara su vocación desde niño, pero hace veinte años lo de ser cocinero no tenía el aura de respetabilidad que tiene ahora la profesión. Acabó estudiando ingeniería agrónoma y consiguió trabajo en Acciona, sin perder de vista nunca los fogones. Compaginaba su empleo oficial con el de cocinero, impartiendo talleres y haciendo colaboraciones puntuales con otros chefs, hasta que en 2006 surgió la oportunidad de dar un paso definitivo. Junto con otros dos amigos y socios, Boro adquirió una alquería situada cerca de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. La idea era utilizarla para impartir talleres y organizar eventos con menús cerrados en los que la gran protagonista era siempre la paella colectiva cocinada en el jardín.
“He desarrollado mi técnica a base de escuchar a la gente mayor y a otros cocineros. Es decir, estudiando los procesos físicos y químicos que intervienen en la elaboración de una paella -afirma-. Por ejemplo, hay abuelos de por aquí que me hablaban de “los dos hervores”, que no son otra cosa que la técnica de doble cocción que utilizo para conseguir que la carne se quede mucho más tierna. Al cortar la cocción generas un cambio de temperatura que rompe las fibras y compensa la deshidratación a la que sometemos la carne al freírla mucho y con mucha sal. Otro de mis trucos es cortar solo el rabito de la bajoqueta que forma la unión con la planta. Normalmente, todo el mundo desecha también la otra, cuando es la parte más tierna y sabrosa”.
“He tenido muchos maestros -continúa-, pero si tengo que destacar a uno, ese es Mariano Marco. Él me enseñó que se podía hacer una paella muy buena, para mucha gente, utilizando un caldero muy grande. También aprendí de él otros trucos, como lo de sofreír la alcachofa, retirarla y añadirla al final”. Al final, nos explica, “esto es un 50% técnica y un 50% capacidad de improvisación, que es algo que lleva mucho más trabajo desarrollar, porque no depende del estudio, sino de la experiencia. Ambas son cualidades no solo complementarias, sino simbióticas”.