Hubo un tiempo, antes del Hindenburg, en que los dirigibles fueron capaces de llevar a cabo proezas como la vuelta al mundo que narró el periodista y aventurero Gerville-Réache
21/09/2015 -
VALENCIA. Deutschland über alles! Alemania parece una nación imposible de hundir del todo; aquellos que ven pasar la gigantesca nave no pueden más que reconocerlo con sus gritos de euforia. Ni siquiera una guerra devastadora y su posterior ruina. El poderío germano flota ahora sobre sus cabezas repleto de hidrógeno, Blaugas y orgullo. El Graf Zeppelin está intentando llevar a cabo el más difícil todavía: pretende dar la vuelta al mundo, realizar la primera circunnavegación aérea con una nave de pasajeros.
Pero no solo eso, además, va a batir otros récords, como ser protagonista de la primera travesía aérea del Pacífico. Hay una expectación enorme. El mundo tiene la vista puesta en el dirigible, que se desplaza refulgiendo como una ballena de aluminio; Alemania, por su parte, necesita que la aventura llegue a buen puerto para superar lo efectos nacional-psicológicos de su derrota en la Primera Guerra Mundial. Nada debe fallar.
A bordo de la más sofisticada aeronave de los años veinte, un heroico y sabio comandante de nombre Hugo Eckener y un buen número de pilotos, ingenieros, radiotelegrafistas y miembros del servicio de comedor y cocina. Viajan acompañados por veinte afortunados pasajeros, aquellos a los que se ha encomendado la misión de ser testigos de la proeza y contársela a los millones que esperan en tierra el desenlace.
Uno de ellos es el corresponsal enviado por el diario parisino Le Matin, un periodista de nombre Léo Gerville-Réache, que hasta desaparecer años después durante la ocupación alemana de Francia, encarnaría el espíritu del reportero que persigue infatigable el gran reportaje de su vida. El Sáhara, el Chaco Sudamericano, la Guerra Civil Española y La vuelta al mundo del Graf Zeppelin, hazaña recogida en el libro homónimo del que ahora hablamos, publicado por Macadán Libros,editorial dedicada a la narrativa de motor que extrae su nombre del pavimento de piedra machacada y comprimida con rodillo.
La obra, que arranca con una impresionante descripción del monstruo volador por parte del doctor Jerónimo Megías -médico personal de Alfonso XIII y único español a bordo del dirigible-, se divide en las etapas de las que constó el viaje, en ocasiones, una auténtica expedición a través de lo desconocido. De Friedrichshafen a Tokio pasando por Siberia, de Tokio a Los Ángeles sobre el Pacífico, de Los Ángeles a Lakehurst, y de ahí a Friedrichshafen de nuevo. Una epopeya futurista que aún ahora, analizada desde ese futuro que entonces se imaginaba repleto de dirigibles surcando el cielo como en una fantástica ucronía steampunk, genera admiración y vértigo.
¿Cómo pudieron caer en desuso máquinas tan asombrosas y bellas como los zeppelines? Sus desventajas frente a los aeroplanos, sumadas a catástrofes como la del Hindenburg, que se ha convertido con el tiempo en una imagen que muchos atribuirán a la ciencia ficción, acabaron haciéndolos impopulares, pese a que no fueron pocos los que cumplieron con su cometido sin incidentes durante años. Tras el espectacularmente trágico incendio del Hindenburg, ya nadie quería ir montado en un gigantesco depósito de combustible flotante.
Wanderlust
Con el fin de los dirigibles hemos perdido la posibilidad de ver el mundo del modo en que lo vio Gerville-Réache. La descripción que se hace, por ejemplo, de la inconmensurable y peligrosa soledad de la estepa rusa, no podría hacerse basándose en la experiencia que ofrece el mirar desde la ventanilla de un velocísimo y hermético avión: "Una claridad mortecina nos permite ver que la taiga ha dejado lugar ahora a los espejos de las lagunas y de los lagos, cuya continuada sucesión se extiende más allá de la mirada. Divisamos por primera vez la tundra. Llanuras infinitas, espacios lacustres recubiertos de algas y musgos. Tétrica, desolada, la tundra es un paisaje de pesadilla, una visión caótica. […] Más fuerte que los zares de ayer y de hoy, la naturaleza salvaje ahoga la tierra siberiana con el impenetrable esplendor de su inútil inmensidad. La estepa no tiene fin; su tristeza no tiene límites".
¿Y qué hay de la estampa de los aviones alemanes acompañando el vuelo del Graf Zeppelin como gaviotas siguiendo a un barco pesquero? "Remontándose hasta nosotros llegan escuadrillas de aeroplanos; los aviadores nos envían saludos fraternales, fotografían al dirigible y lo escoltan".
¿Y la llegada a Japón? "Y ahora el encanto de este florido jardín que es la tierra nipona ayuda a nuestra impaciencia a soportar las horas. Revive a nuestra mirada, con sus montañas de conos truncados, sus costas bañadas por la blanca espuma de las olas, sus casas oscuras de tejados curvos para que en ellos se hieran duramente los malos espíritus, el Japón de nuestras estampas y nuestros lacados". Leer estas páginas desata automáticamente la necesidad de abandonar cuanto antes el hogar y salir en busca de esos lugares que describe el periodista francés. Imaginamos que el mundo es así, pero requerimos del testimonio de quienes han tenido el valor de verlo desde otro ángulo.
Como anécdota, como detalle: el hecho de que el momento más peligroso de toda la travesía se viviese despegando de Los Ángeles con todo bajo control por culpa de un cable del tendido eléctrico, demuestra que también en las aventuras, es a veces lo pequeño y no lo grande lo que puede provocar un gran incendio.
La vuelta al mundo del Graf Zeppelin, como libro, tiene una tremenda virtud. Podría enmarcarse en la mejor tradición del periodismo de expediciones, y por supuesto también en el género de los diarios de viajes. Pero además, podría ser considerado una novela de aventuras al más puro estilo Julio Verne, de no saber que se basa en hechos que efectivamente, acontecieron.
Ese regusto a inverosímil, a ciencia ficción como decíamos, a ficción ucrónica, nos transporta más alto que los cien mil metros cúbicos de gas de este dirigible modelo D-LZ 127 de la casa Luftschiffbau Zeppelin de ochenta y tres mil kilos de peso, que en septiembre de 1929 puso más lejos los límites de la ambición humana.
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