SIEMPRE HA SIDO ASÍ

Comer, beber, amar

La tribu lo sabe: reunirse frente al mamut no era sólo comer, implicaba tomar conciencia de que únicamente en grupo se sobrevive

16/11/2018 - 

VALÊNCIA. Comer, beber, amar; es una redundancia. Comer no es sólo comer. Comer es un lenguaje, y como todo lenguaje, está hecho de metáforas, de símbolos etéreos que tienen la virtud de crear universos consistentes. Mi chico prepara unas metáforas caseras maravillosas, de chuparse los dedos: puchero con pelota, costillas con esclata sangs y pimientos rojos, paellita de pato, potaje de garbanzos- dudamos siempre si con ge o con jota, pero nos sienta igual de bien-. Y yo mastico sus metáforas, me como todo el cariño hecho materia y jugos que pasan a formar parte de mi cuerpo, de mí.

Alimentar es cuidar al otro siempre, alimentar es amar desde que no nos acordamos.

Ese es su significado básico, aunque por supuesto se le han ido añadiendo otros muchos.

Dicen que lo que nos diferencia del resto de animales es que cocinamos los alimentos, y puede que sea verdad. Si pones a un chimpancé y a un juez del Supremo uno al lado del otro, solo los distingues porque el segundo te hace un huevo frito, con puntilla si es preciso.

Y es que la comida, además de para expresar cariño, sirve para socializarnos, a través de ella. Transmitimos pensamientos, creencias- las más valiosas y las más rancias-, construimos símbolos que nos ayudan a comprender la realidad que, como todo el mundo sabe, no es algo que se asimile en crudo sino de carambola, metaforeando.

Y es por esa capacidad simbólica que establecemos categorías de alimentos: así los hay saludables y no saludables, (aunque pronto uno descubre que pueden saltar de una lista a otra), los hay ordinarios y los hay festivos (¿recordáis cuando el salmón era festivo, la piña de postre lo era?), los hay femeninos (la quinoa, los frutos rojos) y los hay masculinos (el chuletón de buey o la casquería) los hay infantiles (los nuggets o los batidos), y los hay adultos (el marisco o el chocolate negro desde que aquella marca tuvo el acierto de publicitarlo como un producto sexual).

Hasta los hay sagrados (el cordero) y profanos (la patata o  el pan).

La comida se convierte en una forma de relacionarnos con nuestro entorno y con nosotros mismos. Nos socializamos a través de ella, nos individualizamos a través de nuestro gusto particular. La tribu lo sabe: reunirse frente al mamut no era sólo comer, implicaba tomar conciencia de que únicamente en grupo se sobrevive. La iglesia lo sabe: nos sigue reuniendo para que nos comamos en familia el cuerpo de Cristo a cachitos.

Por supuesto, las metáforas alrededor de la comida también han ayudado a perpetuar las formas de dominación y de poder.  El análisis de los restos óseos de 230 adultos de Grasshopper, de hace más de ocho siglos, reveló que los machos tenían un mayor acceso a la carne y a ciertos cultivos, como el maíz o las judías, mientras que las mujeres consumían más plantas salvajes procedentes de la recolección. Éramos unas pringadillas, sí.

Yo aún he conocido hogares donde al macho se le servía primero y siempre el mejor plato.  

Y es común ver hoy cómo algunos utilizan la comida y la bebida para distinguirse del resto, para despreciar a la plebe. Piden botellas de vino o de champán de 2.000 euros, no porque tengan un paladar de tanto recorrido, sino porque funciona como un símbolo de poder, como una forma de decir yo puedo, y tú no.

Pero también sucede lo contrario: los punks de Seattle de los 90 utilizaron la comida igual que las crestas o el cuero. Ingerían solo alimentos crudos o putrefactos (siguiendo la clasificación de Levi Strauss: crudo, cocinado y putrefacto). Huían sistemáticamente de lo cocinado que representaba la civilización, el consumismo, el capitalismo. Y solo se permitían una hamburguesa o cualquier tipo de comida pasada por el fuego si provenía de un contenedor de basura.  

Comer ha sido y será una metáfora de la relación de los cuerpos con el mundo, de la relación con nuestro propio cuerpo. Y nunca se habla bastante de esta relación con el cuerpo, que acabará convirtiéndose al final de la novela en nuestro asesino.

Tal vez por eso, entre todos los símbolos, me quedo con el primigenio: alimentar como sinónimo de amar, para que sobreviva quien tú quieres.