celebrar la muerte comiendo

Comer y morir

Comer y morir son dos de las cosas más naturales que se me ocurren. La tercera que has pensado, también

| 18/05/2018 | 4 min, 27 seg

Comer y morir no suelen ir de la mano, en nuestra cultura al menos. No tenemos costumbre de celebrar un bufé libre tras el velorio, como sí hacen los norteamericanos o los ingleses. No está bien visto en esta tierra de flageladores y plañideras, hacer alarde de ningún disfrute terrenal, con el muerto de cuerpo presente. Somos más de escenificar el dolor a través de la privación como muestra de respeto. Y es que morirse sigue siendo algo muy serio en España, y si cabe más dolor y tragedia, no perdemos ocasión de añadirla, a tenor de esa cruel resistencia a cualquier ley por una muerte digna. 

Te acompaño en el sentimiento, siento mucho la pérdida, ¿me pasas la salsa romesco, por favor? es una frase que sorprende en estas latitudes. Como dos placas tectónicas chocando y provocan seísmos en nuestra moral.

Y sin embargo en países pragmáticos- ¿quieres cenar?, no que comí mucho en el funeral- sí suele celebrarse un ágape tras el velorio, preparado por la propia familia o por un servicio de catering contratado para la ocasión. Compuesto de comida sencilla, pasta, ensalada, pollo, exento normalmente de alcohol, medida que a priori parece razonable puesto que aunque los consideremos patrimonio nacional, los cuñados de barbacoa son internacionales y a ciertas alturas de la velada pueden descolgarse con una idea brillante: ¿y si metemos una chuletitas y unos choricitos en el horno crematorio?

Esta máxima de la abstinencia por supuesto se relaja en Irlanda, donde dicen que la única diferencia entre una boda y un funeral es que en el funeral tocan a más whisky por cabeza.

Bien pudiera ser que la muerte diera sed y abriera el apetito.

Uno de los lugares donde más se practica el sexo es en los hospitales, tan cerquita de la parca. Tal vez fruto del contraste, de esa convivencia que convierte la vida en algo efímero e impele a disfrutar de la intensidad del momento, también conocida como sexo salvaje, que culmina paradójicamente con una pequeña muerte. Y el círculo se cierra.

No descarto, por esa misma razón, que los funerales den hambre. A una vecina de Berkshire, Reino Unido, más que hambre le daban gula: se pasó 14 años comiendo de gorra en los bufés de los velorios. Theresa salía de casa con ropa colorida pero en el bolso llevaba siempre algo negro. Hablaba con los asistentes al funeral, fingía conocer al muerto. La madre de una niña fallecida descubrió a la desconocida comiendo a dos carrillos, y ya el colmo, la vio sacar una caja de cartón para guardar lo que no podía comer. En otro funeral, mientras devoraba como si se aproximara la tercera guerra mundial, le preguntaron de qué conocía a la difunta, y Theresa respondió que había sido compañera de trabajo cuando eran camareras. Por raro que nos parezca en este país, la difunta nunca había ejercido de camarera y la descarada fue desenmascarada.

En el fondo, celebrar la muerte comiendo no es una práctica tan ajena a nuestra cultura. Más allá del dicho popular de “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”, en Roma, durante los primeros cultos cristianos, era costumbre servir un refrigerium tras el funeral. Se creía además que el alma tenía necesidad de comer y de beber. Que son sólo 21 gramos pero hay que mantenerlos.

Era también una costumbre extendida entre los celtas, lo que probablemente derivó en la práctica del ágape anglosajón.

Yo soy bastante inculta tanatoriamente hablando, he asistido a pocos funerales, conservo pocos muertos en la retina. Tan pocos que el otro día falleció el padre de mi mejor amiga y cuando preguntaron ¿queréis bajar a darle el ultimo vistazo al difunto?- difunto es una palabra rancia, como un traje apolillado- yo di un paso atrás para respetar la intimidad de la familia. Pero ella me agarró del brazo como se agarra un bolso en el mercadillo, y bajamos a verlo, a darle el último adiós. Me pareció que se parecía a Franco. He visto tan pocos muertos en mi vida que me pareció que se parecía a Franco. Y no sé si por esa reminiscencia autárquica, de famélica posguerra, o porque de verdad la muerte da hambre, cuando luego fuimos a comer, devoré el menú como un carpanta recién llegado de Supervivientes.

Yo no pienso morirme. Aunque quiera, no voy a poder morirme, porque solo se mueren los otros, es un acto destinado a los vivos. Pero sí me gustaría que en mi funeral sonara Satie, que comía solo alimentos blancos. Las gymnopedies y las gnossiennes del genial francés que decía “me llamo Erik Satie, como todo el mundo”, poniendo en evidencia la extraordinaria singularidad de la vida, la grandiosa vulgaridad de la muerte.  

Me gustaría también que en el velorio se sirvieran ostras y champagne.

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