VALÈNCIA. Desde un punto de vista estricto, podemos afirmar sin riesgo a equivocarnos que pasamos gran parte del día leyendo, siempre que por leer entendamos el mero hecho -quizás no tan mero- de decodificar caracteres agrupados gracias al conocimiento del código. Las redes sociales que consumimos compulsivamente son enormes contenedores de texto, e incluso ellas mismas no son más que manifestaciones de procesos predeterminados por un montón de texto oculto. Internet es un grandioso hipertexto. Las notificaciones son intromisiones textuales. Las fake news son casi siempre texto. Twitter es texto más velocidad. Los correos son mensajes de texto. La mensajería instantánea es mensajería instantánea sobre todo de texto, y está a punto de desbancar a la ya anciana y muchas veces molesta llamada telefónica, pero no así a la voz: mandar mensajes de audio es cómodo y puede consultarse en diferido, en respuesta a la tiranía que llegó a entusiasmarnos del tiempo real. Siendo justos, no solo leemos mucho, también escribimos toneladas virtuales de palabras, un fenómeno que ha conllevado una atención especial sobre las palabras y su correcta ejecución que antes no existía, del mismo modo que la Real Academia online y el fácil acceso a sus entrañas ha dado pie a intensos debates sobre las definiciones que se esconden en la penumbra de las acepciones más habituales.
Leer, por lo tanto, leemos. Pese a ese viento fatídico que recorre periódicamente nuestras sociedades anunciando que no, que cada vez se lee menos, que vamos por mal camino. La cuestión, en realidad, está mal planteada. El problema real se puede expresar en dos palabras: ¿qué leemos? Igual que el video killed the radiostar, el smartphone ha asesinado al libro de mesita, y las noticias fugaces con titulares llamativos a los auténticos análisis, reportajes, crónicas y entrevistas de calidad. Libros-basura oportunistas con un gigantesco apoyo mediático desplazan de los anaqueles de las grandes superficies a la literatura. Porque libro no es igual a literatura, aunque demasiada gente, inconscientemente, haya hecho esa asociación errónea. Libros se publican muchísimos, literatura, no tanta. Pero la lengua de lodo de los volúmenes de medio pelo engulle todo a su paso y crea estratos, y las capas que quedan por debajo, sencillamente desaparecen. Se devuelven. No nos engañemos: vender libros es cosa de marketing, no de calidad literaria. Sobre todo, de presupuesto. Los fenómenos editoriales y los libros del año -hay muchos de estos cada año- casi siempre tienen detrás una apuesta generosa, igual que los casos de éxito empresariales suelen darse donde hay dinero además de talento y los garajes que ven nacer proyectos tecnológicos asombrosos suelen pertenecer a casas pudientes y no a chabolas.
Precisamente uno de los puntos más interesantes que aborda la doctora en Lengua y Literatura Inglesa Mikita Brottman en Contra la lectura (Blackie Books, 2018) sea el de la muerte del criterio. Brottman, que como se puede comprobar bastante pronto, no es tanto que esté contra la lectura como contra determinados prejuicios, mitos y leyendas que acompañan a la actividad de leer, ofrece un dato que llega a asustar: en dos mil dos se publicaron quinientos libros cada día solo en Estados Unidos. En cuanto a géneros, a la semana salían de las imprentas a toda máquina del país dos mil novelas. Dos mil novelas a la semana. Es fácil suponer que la calidad no será homóloga a la cantidad. Estas cifras vuelven deseable la ficción de cierto escritor polaco en la que se pagaba a los autores por no publicar, para aliviar la saturación desastrosa de productos culturales que hacía imposible encontrar la aguja del pajar. En este libro más lúdico y distendido que sesudo sobre la lectura y aquello que la rodea, Brottman desmonta también creencias con muy poco fundamento aunque como ella afirma, muy extendidas, como que leer es una actividad buena per se, se haga como se haga, o que la gente que lee es mejor que la que no lee solo por el hecho de leer -libros, se entiende, porque poca gente considera leer en el sentido rotundo del término la lectura de revistas, aunque como ocurre con las series y el cine, muchísimo talento se ha desplazado a esos caladeros considerados menores todavía-.
La gente que lee no es mejor por leer, claro que no. De hecho leer a tontas y a locas no solo no te garantiza cultura alguna sino que puede llenarte la cabeza de pájaros en forma de ideas erróneas, simples o en el peor de los casos, peligrosas, si de lo que se abusa es de los libros de la estantería de pseudociencias, que no se llamará así sino crecimiento personal, o peor aún, salud. Si se quiere rozar la sabiduría, hay que leer mucho, y hay que leer bien, que no es lo mismo tampoco que leer mucho. Menciona Brottman el sospechoso caso de Art Garfunkel, quien además de ser el del pelo rizado de Simon & Garfunkel, es el protagonista de una página de onanismo intelectual cuya tarea es glosar los libros leídos por el ávido Garfunkel. Haciendo alarde de buenas dotes para practicar el periodismo de datos, Brottman apunta rápido a que quizás el célebre músico que habla de sí mismo en tercera persona -la escueta descripción de la página reza “Since the 1960's, Art Garfunkel has been a voracious reader”, desde los sesenta, Art Garfunkel ha sido un lector voraz- no esté siendo del todo honesto. ¿Por qué haría algo así, por qué afirmar que se ha leído lo que no se ha leído? Bueno, el motivo es de todo menos nuevo: para tratar de pasar por lo que no se es. Para agradar. Para impresionar. Para molar, en definitiva. Pero Art Garfunkel quiere molar más de la cuenta, o eso parece -Brottman aporta pruebas que llegan a sonrojar-.
¿Es lo mismo un bibliomaníaco que un bibliólatra? ¿Puede la literatura confundirnos y llevarnos tan lejos que no tengamos la menor idea de cómo funciona lo que tenemos cerca? ¿Contribuyen los clásicos a propagar y apuntalar modelos que no se corresponden con la realidad? ¿Para qué se lee más, para comprobar, para aprender o para huir? No, sí, sí y quién sabe, respectivamente. El resto de preguntas, y el resto de respuestas, dentro de las tapas de cartoné de Contra la lectura, de Mikita Brottman.