VALENCIA. Norma Aleandro, un tótem del teatro en una ciudad –Buenos Aires- con más teatros que París o Nueva York, se pasó años persiguiendo a Ricardo Darín para que aceptara ser el protagonista de Escenas de una vida conyugal. Lo consiguió hace ya unas temporadas y, tras más de 300 funciones en Argentina, ahora dan el salto hasta España con Érica Rivas en el papel de femenino. Cuatro nombres en cartel, el de dos mujeres y el de dos hombres (Ingmar Bergman, el autor), que sitúan tan alto el listón que no cuesta creer que el espectador se acerque sin reservas hasta la taquilla del Teatro Olympia. El resultado ya se dejó notar este miércoles en su estreno, con un lleno que difícilmente cambiará de signo hasta su función final el 6 de diciembre.
La obra original de Bergman, desdibujada para mayor gloria de la comedia y privada de la claustrofóbica tragedia con que la fue ideada, aborda las etapas de un matrimonio en crudo. El maestro sueco contó en aquella miniserie para la televisión los conflictos hombre-mujer que delimitan al individuo frente ‘al otro’ a través de un texto, en esencia, mucho menos redondeado. Y es que, aunque es cierto que los encontronazos de pareja que se abordan son sonrojantemente transversales al tiempo, país o rol social, la Suecia de inicios de los 70 poco o nada tiene que ver con el Buenos Aires del siglo XXI. Si los sinsabores del menú son los mismos, el entorno de cada uno de los bocados pasa a marcar una distancia tan relevante como la que puede haber entre Bergman y Aleandro; de estilo, de forma y de sentido, sin discutir el peso de ambos.
Entre ambas versiones hay conexiones perturbadoras, como la del valor por su calado entre el público. La obra funciona a dos niveles: para aquellos que se sienten mucho más que identificados con las escenas que se representan, como si les hubieran robado un diálogo de alcoba, y para aquellos que tan solo se transportan por la sobrada actuación de Darín y Rivas. Por cierto, que en Argentina ella fue Valeria Bertucelli, reemplazada la ahora relanzada en el escenario internacional gracias a su imprescindible y soberbio trabajo protagonista en uno de los Relatos Salvajes de Damián Szifrón, acaso la mejor película del pasado año.
Es el citado factor desencadenante, el que embauca al espectador en un vapuleo interno de fotografías reconocibles de la vida conyugal. Porque una vez abierta esta puerta, si existe la implicación directa con lo que allí sucede, Darín y Rivas fluyen en un entorno escénico sin añadidos del menor tipo, capaces de atrapar al espectador más ajeno al texto. Así, las transiciones entre escenas, la iluminación, la música, la evolución de las –esperables- etapas y cuanto podía influir en un cambio de ritmo para la obra apenas contiene aristas ni aspavientos destacables.
Como en la primera de las escenas del matrimonio entre Juan y Mariana, es la corrección y la perfección buscada en quienes juzgan la que marca el límite. La feliz solución al conflicto conyugal llega cuando lo vivido invita a aceptar la imperfección como el estado idóneo, un estado imposible de alcanzar con lo dispuesto sobre las tablas. A buen seguro, cierto es, la excepción que sostiene la percepción general de una obra con tantas alturas que compite única en su liga dentro de la oferta escénica de la ciudad.
El veterano actor cumple sobre las tablas del Teatre Principal de València medio siglo de profesión. En esta ocasión, en la primera cita de la gira de un montaje que ha adaptado del clásico Juan Cavestany y que dirige Andrés Lima. Las críticas hablan de "inmensa", "memorable" y "soberbia" producción