VALÈNCIA. El 20 de mayo de 1978 se publicó ‘The Model’, el primer éxito global de Kraftwerk. Comenzó así una rama estilística y sonora que condujo a la música pop hacia una nueva era, la era de la música electrónica.
La presencia de Kraftwerk en la portada de una revista musical llamaba poderosamente la atención. En semejante contexto, lo habitual era ver a tipo greñudos aferrados a sus guitarras, bañados por potentes chorros de luz, sudorosos, desafiantes, extasiados. Los cuatro bustos de Kraftwerk que presidían el número de mayo de 1977 de la revista Vibraciones no tenían nada que ver con todo aquello. Sus expresiones eran hieráticas. Llevaban el pelo corto. Vestían traje y corbata. En lugar de músicos de rock, parecían oficinistas de algún ministerio en un país europeo. Pero es que Kraftwerk no eran músicos de rock. Procedían de una dimensión a la que la música pop no estaba acostumbrada por aquel entonces. Descubrir a Kraftwerk en aquellos tiempos, en una ciudad de provincias española era abrir otra puerta a lo desconocido.
Solía ser así con estas cosas. Aparecía un grupo o un artista que te dejaba tocado. Más tarde o más temprano te encontrabas con alguien que estaba como tú, absorbido por algo que no se podía compartir con cualquiera. Alianzas para sobrellevar mejor ciertos desafíos a la norma. Kraftwerk no era un grupo que pudiera gustarle a cualquiera. Los Rolling Stones podían gustarle a cualquiera. Bob Dylan podía a gustarle a cualquiera. Supertramp podían gustarle a cualquiera. Los Beatles y Pink Floyd le gustaban a todo el mundo. Kraftwerk eran un caso aparte. Kraftwerk no tocaban guitarras. No usaban baterías. Hacían música solamente con máquinas. Sus conciertos no estaban bañados en sudor, carecían de piruetas y gestos apasionados. Ralf Hütter, Florian Schneider, Karl Bartos y Wolfgang Flür eran cuatro tipos trajeados, cuatro músicos con aspecto de alto funcionario haciendo música con sonidos sintéticos. A los puristas eso les parecía muy mal. Los puristas siempre han sido un fastidio. Antes eran los que te señalaban con el dedo si te gustaba un grupo que hacía música sin guitarras, o si te lo pasabas bien con la música discotequera. Cuarenta años después, los puristas siguen enfadándose por asuntos ridículos. Siguen preocupándose mucho por aquello que les rompe los esquemas, asuntos tipo, “pues qué mierda, los Arctic Monkeys ya no hacen rock”. Los puristas son una de esas plagas que siempre existió y que ahora se muestra en todo su esplendor gracias a las redes sociales. Unas redes muy parecidas a las que tejen las arañas para zamparse a las moscas despistadas.
Pero regresemos a los últimos años de la década de 1970, un momento insuperable a la hora de hacer nuevos descubrimientos musicales. El futuro aún no había acabado de escribirse, no al menos en lo referente a la música. Con su aspecto repeinado y sus trajes uniformados, Kraftwerk nos estaban mostrando el futuro. La música pop, tan norteamericana ella, empezaba a resultar un poquito más europea. La hegemonía del rock & roll llegaba a su fin. La música moderna también podía ser electrónica. No necesitaba un batería dando cabezazos ni un cantante gritando a pleno pulmón. La electrónica fluía desde diversos puntos de Europa.
Sus raíces estaban en la música clásica, no en la afroamericana. Provenía de la experimentación, de una Alemania rehaciéndose prácticamente desde cero tras la II Guerra Mundial. También venía de Francia y de Italia, difundida por investigadores como Jean-Michel Jarre y Giorgio Moroder, músicos que intuían que las máquinas podían cambiar la manera de hacer música. Así se lo dijo Brian Eno a Bowie cuando escuchó por primera vez ‘I Feel Love’. Bowie ya se había interesado por Kraftwerk unos meses antes, y dicho interés quedaría reflejado en su obra. Bowie se trasladó a Berlín, que entonces era una ciudad exenta de cualquier glamur cultural. Que una estrella de sus dimensiones hiciera algo así sirvió para que unos cuantos –no pocos- adolescentes se olvidaran del rock tradicional y comenzaran a soñar con máquinas. Europa estaba ahí, antes y después de la lluvia.
Pero volvamos a España. En aquellos momentos ninguno de los interesados en aquella incipiente electrónica sabíamos nada de eso. Algunos, como José Luis Macías o Remi Carreres, que eran un poco más mayores, hicieron la transición gracias a Bowie. Ese abrazo instintivo hacia la modernidad se hacía extraño en un país tan poco moderno como este, en una ciudad tan dominada por las tradiciones como la nuestra. Pero todo eso cambió en el momento en que los años setenta se convirtieron en los ochenta. Los sintetizadores ganaron protagonismo. Sonaban divertidos y fascinantes. Las cajas de ritmo eran sinónimo de modernidad. Futurista pasó a ser un adjetivo obligatorio. Nos encantaba Devo, nos entusiasmaban los primeros discos de Simple Minds y Orchestral Maneouvres In The Dark. John Foxx parecía una figura digna de una novela de Isaac Asimov en la portada de Metamatic. Qué título tan hermoso el de Metamatic.
Yo lo hice a trompicones. La portada de Vibraciones con Kraftwerk en primer plano. El sonido hipnótico y lúbrico de ‘I Feel Love’. ‘Oxygène’ sonando en el jukebox de unos de los primeros pubs que frecuenté en la playa de la Pobla de Farnals. Y, finalmente, ‘The Model’, abriéndose paso en la radio y seguramente en alguna discoteca. La limpieza de sus sonidos, esa frialdad tan hermosa como un diseño de la Bauhaus. Debió de ser una de las canciones habituales en el verano de 1978. Y cuando buscabas en las cubetas de discos en las tiendas, y te topabas cono The Man Machine, te sorprendía aquel diseño tan ajeno a las portadas de discos habituales. Ahora sé que aquellas formas, los colores, eran guiños a Metrópolis y a la obra del constructivista El Lissitsky. Las vanguardias europeas iban impregnando la estética del pop. La idea utópica de un futuro en el que las máquinas colaboraran con el hombre para crear una sociedad mejor. Ahora que todos tenemos teléfonos inteligentes y en lo esencial seguimos más o menos tan idiotas como de costumbre, sabemos que aquello fue una ilusión maravillosa.
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