“Quemad viejos leños, bebed viejos vinos, tened viejos amigos”,escribió Alfonso X El Sabio
Nótese que el erudito monarca no dice “tintos”, sino “vinos”, en general; lo cual invita a suponer que también los blancos entraban en su apreciación de que el vino, cuanto más viejo, mejor.
He encontrado este párrafo limpiando mi PC de viejos archivos, en un artículo que escribí en 2007 y ya no recuerdo dónde se publicó. En él reivindicaba que casi todos los blancos secos que merecen ser bebidos mejoran considerablemente con unos cuantos años de botella. Hoy parece una perogrullada, pero era un pensamiento bastante iconoclasta una década atrás.
Permítanme la falta de humildad, impropia de un articulista, ahora que no he de aparentar la prudencia e imparcialidad del periodista profesional. Toda vez que, por un desacuerdo editorial y la lastimosa crisis del sector, decidí dejar este oficio, uno puede ya fardar a su antojo y decir lo que le venga en gana.¡Decida usted si sigue leyendo!
Casi todos los blancos secos que merecen ser bebidos mejoran considerablemente con unos cuantos años de botella
La vejez de un vino, decíamos pues ayer, ha sido considerada tradicionalmente como un valor añadido de calidad. El lento proceso de maduración que supone la crianza en depósito de acero o cemento, tinaja, damajuana, madera o botella suaviza las posibles aristas confiriéndole un plus de complejidad en forma de aromas terciarios. Y esta regla no es exclusiva de los grandes tintos; también cabe aplicarse a los mejores blancos.
Secos, naturalmente dulces o fortificados. De crianza biológica u oxidativa. Con maceración pelicular o bajo velo de flor. Con burbujas o sin ellas. Hay tantos estilos de blanco que no tenemos espacio en estas páginas para enumerarlos. Lo único innegable es que, a la hora de afrontar con éxito la prueba del envejecimiento, lo de menos es su tipología.
Si bien es verdad que dulces y generosos aguantan mejor los avances de la edad gracias a su mayor nivel de azúcar y de alcohol, no menos cierto resulta que los secos cuentan con dos buenos aliados para resistir el paso del tiempo: la acidez y la fermentación o crianza en roble.
Así que no tomen al pie de la letra la errada afirmación del actualmente casi olvidado Alexis Lichine quien, en su “Encyclopédie des vins et des alcools”(Robert Laffont, 1980), se atrevía a sentenciar: “No todos los vinos ganan con la edad. Algunos, sobre todo los blancos secos, resultan mejores en su juventud”.
A lo largo de tres décadas de disfrute casi cotidiano de esta bebida prodigiosa y estudio intermitente de la cultura y los ritos que la rodean, he ido aprendiendo que no existen reglas fijas. Como dice mi amigo Juancho Asenjo,“a partir de cierta edad, ya no hay grandes añadas sino grandes botellas”.
¿Cómo un gacetillero –más rockero que empollón–, sin formación técnica en agricultura, viticultura, enología o sumillería, llegó a concluir eso que decíamos arriba de que “casi todos los blancos secos que merecen ser bebidos mejoran con unos años de botella”? Muy fácil. Por el sistema de prueba/error y por que me puso sobre la pista del disfrute pleno un pionero del cual nadie habla en nuestros días: Santiago Ruiz.
Corría el año 1990 y el albariño era una moda aparentemente pasajera en aquella España emergente y algo frívola que trataba de superar los fantasmas del posfranquismo y los años de plomo de ETA, pero aún no había descubierto en toda su crudeza el Sida y la corrupción política. Era la época del pelotazo y el diseny catalán, con la Olimpiada y la Guerra del Golfo a la vuelta de la esquina. En medio del glamour de saldillo y la zafia promiscuidad, las mariscadas con tarjeta de empresa y el sushi incipiente, un paisano del Valle del Rosal había cautivado a los gourmets urbanitas más avezados con su blanco de una uva autóctona galaica cuyo nombre terminaría imponiéndose al de la denominación de origen fundada apenas ocho años atrás: “no diga Rías Baixas, diga albariño”.
“Mi blanco alcanza su mejor momento al quinto año”, le oí decir a este discreto visionario en un programa de radio. Picado por la curiosidad,compré una caja de 6 unidades de 75 cl. que, disciplinadamente, fui abriendo al ritmo de una botella cada doce meses. Efectivamente, al quinto año, el vino de Don Santiago estaba colosal; y al sexto, ya había empezado a caer. Aquel inicio de decadencia tampoco me pareció demasiado grave: en los albores de la oxidación, seguía resultándome mucho más complejo que todos esos blanquitos jóvenes del Salnés, ácidos y miméticos, lastrados por las levaduras seleccionadas (aroma a piña o plátano) y la acidez corregida con ácido tartárico, que suelen inundar todavía los anaqueles de los supermercados.
“¿Será talento exclusivo del señor Ruiz o habrá más casos como éste?”, me interrogué entonces. Y empecé a investigar. Mis primeros pasos, dentro del mercado nacional, me llevaron hasta los reservas riojanos. Sin muchas esperanzas, sustraje del despacho paterno una botella olvidada de Marqués de Murrieta blanco del 70. A pesar de lustros de mala conservación, el líquido que contenía era absolutamente gozoso y aquello constituyó una segunda revelación.
Hoy sabemos que, desde tiempos inmemoriales, en Rioja se aprecia la personalidad que el largo contacto con la madera puede otorgar a una casta tan aparentemente sosa como la viura. Y aún cabe encontrar, en nuestros días, algunas botellas de Viña Tondonia Reserva del 59 o del 64 que testimonian un estilo único de hacer blancos que casas venerables como ésta o la citada Murrieta no deberían perder jamás. Cada vez que abro una de esas botellas a amigos extranjeros se quedan asombrados de su longevidad y originalidad. Y los 100 puntos otorgados el año pasado por la revista estadounidense Wine Advocate al Castillo de Ygay Gran Reserva Especial 1986 no dejan de atestiguar la milagrosa capacidad de estos vinos para aliarse con el tiempo y terminar siendo grandes, casi inmortales.
Dicho esto, no crean que es oro todo lo que reluce ni empiecen a atesorar en su bodega cualquier blanquito peleón. En cuestión de blancos secos sin madera, la acidez y la mineralidad son requisitos imprescindibles en esta aventura del envejecimiento vinícola. Y en Alsacia o Alemania saben bastante de eso. ¿Cuánto pueden durar los mejores rieslings secos? Décadas, si la cosecha fue buena. Prueben igualmente con un gewürztraminer, un pinot gris, un grünerveltliner o incluso nuestros raciales albariños, godellos o verdejos. Si Pazo de Señorans Selección de Añada, Fefiñanes III Año, Ossian Capitel o Belondrade han demostrado ya que los mejores Rías Baixas y Ruedas se crecen con años de estancia en depósito y botella, ¿dónde está el límite?
¿Quién puede decirnos la longevidad y capacidad de desarrollo de algunos de los mejores blancos que se han producido recientemente en este país como el O Soro de Rafael Palacios, el Albamar 69 Arrobas de Xurxo Alba Padín, el Mártires de Miguel Ángel de Gregorio o el Leirana Finca Genoveva de Rodrigo Méndez y Raúl Pérez? Por no hablar de los cavas de larguísima estancia en rima como el Turó d’en Mota de Recaredo, el Gramona Enoteca, el Clos Damiana de Mestres o el inminente –y fascinante– Mas del Serral de Pepe Raventós…
¿Hasta dónde llega este fenómeno cuando los forofos de los vinos bajo velo del marco de Jerez se dedican últimamente a almacenar finos y manzanillas de crianza biológica porque piensan –y yo en parte con ellos– que estos adquirirán dentro de un tiempo una dimensión y complejidad que no poseen recién embotellados? ¡Y estamos hablando de soleras que salen al mercado con una vejez media de 8 o 10 años! Aquí, como en tantas cosas, queda mucho por descubrir.
Volviendo a los factores que alargan la vida de un blanco cuando este tiene, como diría Tom Wolfe, “lo que hay que tener”, conviene no olvidar (por obvio) el rol de la fermentación o la crianza en barrica. Hoy no está de moda hablar de ello en los círculos esnobs –preferimos el cemento o la arcilla– pero no cabe la menor duda de que quien tuvo retuvo. En ese contexto, hay varieda desde uva que funcionan mejor que otras. Primera clasificada: la chardonnay. Prueben, si les toca la lotería, un legendario Montrachet o un Corton Charlemagne con varias décadas a sus espaldas y sabrán por qué son los blancos secos más caros del mundo. O hagan el mismo experimento, en clave algo más modesta, con un Mersault o un Chablis Gran Cru de los 90. Verán a qué nos referimos.
Claro que no todos los chardonnays resisten este envite, aunque los mejores de nuestro país, con Chivite y Arínzano al frente, aguantan el tipo bastante bien durante al menos diez o quince años. ¿Y otras castas al margen delas aromáticas centroeuropeas? Pues, como todo, depende del terruño y del elaborador. En el plano internacional, hemos catado añadas añejas memorables de blancos criados en roble elaborados con sauvignon blanc (Pouilly Fumé Silex o Pur Sang, de Didier Dagueneau), con cheninc blanc (Coulée de Serrant, de Nicolas Joly), con marsanne (Hermitage blanc, de Chave o de Chapoutier), con rousanne (Châteauneuf-du-Pape Vieilles Vignes, de Beaucastel) y hasta conviognier (Château Grillet, Georges Vernay), aunque no pondríamos la mano en el fuego por superar la década con un monovarietal de esta última uva.
En cuanto a las burbujas con cierta edad, son nuestra más íntima y confesa debilidad. Si antes citábamos los novísimo cavas de paraje con degüelle tardío, poco vamos a decir de los champagnes de alta gama, con o sin paso por fudre. A los diez años aún están tiernos. Con dos o tres décadas, empiezan a mostrar esos irresistibles aromas de autolisis que a cada uno –cual magdalena proustiana– le evocan diferentes olores familiares, desde el azafrán hasta la crême brulée pasando por la bollería clásica parisina (brioche, financiers), el champiñón, la trufa negra o la tierra mojada.
Aquí, como en los juegos de azar o la inversión en valores bursátiles, cada consumidor decide hasta dónde aguanta el envite con una gran botella que atesora. Él la ha pagado y es su apuesta de futuro. “Uno sabe lo que hace cuando empieza este viaje”, cantaba Ariel Rot. Con un poco de paciencia, se puede llegar a descubrir una nueva y sublime perspectiva de los blancos. Lo cual significa, contradiciendo un dicho de otros tiempos más bien burdo, que “el mejor tinto es un blanco viejo”.
El problema es que no hay marcha atrás y, una vez iniciados en la nueva religión, jamás volveremos a mirar (ni a beber) estos vinos de la misma manera. Nunca más nos conformaremos con el recurrente blanquito fresco de entrada. Ahí está la magia y, también, ¡ay!, la penitencia.