Ahora que se acercan tan señaladas fiestas, las comilonas navideñas brotan, eclosionan, fermentan. Vuelven a casa por Navidad los emigrados, los desarraigados y hasta los muertos. Pardo Bazán ha reservado mesa para dos y tiene la tarde libre para mí
Dentro de unos días, el 29 de diciembre, Emilia Pardo Bazán —o EPB, como me deja llamarla cuando se bebe alguna copilla de más, aunque siempre asegura que no es muy de beber alcohol, que ella es una mujer ‘aguada’— se celebrarán ciento veintidós años del discurso inaugural que Pardo Bazán pronunció en el Ateneo de València. La escritora puso su cuerpo y su alma, esa alma que Pérez Galdós amaba —en la relación epistolar entre los dos escritores leemos «No sé las veces que he leído esta última epístola, ni el bien que me hizo, ni cuánto se me humedecieron los ojos... Un beso del fondo del alma»— en un texto que pinta las bondades del pueblo valenciano.
«Ostenta, sin embargo, Valencia, delineado y modelado en rasgos encantadores, el tipo regional, aquellas señales por donde un pedazo de tierra se distingue de todos los demás, y presenta inconfundible fisonomía (…) Los factores regionales son la naturaleza, el arte, la raza y la historia y aquí no falla ninguno de esos caracteres distintivos», pronunció en el paraninfo de la Universidad de València.
Reconocerla a ella, descendiendo del coche que la trae, ayudada por un mozalbete, es fácil. Su fisionomía sí que se presenta inconfundible: ese moño impenetrable, blanco, sólido. La versión decimonónica del peinado de Amy Winehouse. Su rostro tiene ironía y cuando se relaja, bondad. Sus mofletes, mejillas, la papada, las comisuras apuntando al suelo por la edad y los excesos podrían ser antiestéticos, según los cánones actuales —y los pasados también, el escritor y académico Juan Valera llegó a decir que «su trasero no cabría en un sillón de la RAE» cuando esta trataba, sin éxito, de acceder a tan rancia institución— pero la tía te arrolla con su verbo y su inteligencia. Y entonces, sus carnes se agitan y toda ella se convierte en el centro de atención.
Y se la prestas, vaya si se la prestas.
Emilia viste una chaqueta ceñida de mangas abullonadas. La camisa blanca con chorreras compactas se le pega a los pechos por los que Benito Pérez Galdós suspira —«Estoy deseando volver a verte para comerte los pechos», le diría el canario a la gallega— en el cuello lleva una gargantilla de oro y en la garganta tiene un discurso feminista y avanzado para la época que le tocó vivir —del año 1851 a 1921—.
El coche la ha traído por la avenida Menéndez Pelayo y al ver en una placa el nombre del filólogo y escritor, EPB ha bajado la ventanilla y tirado un gapo. Menéndez Pelayo envió una carta a Valera, en referencia a la lectura de los Apuntes autobiográficos de la autora, en la que se leía que «Dice, entre otras cosas que, cuando ella era niña, la Biblia y Homero eran sus libros predilectos y los que nunca se le caían de las manos. Parece increíble y es para mí muestra patente de la inferioridad intelectual de las mujeres —bien compensada con otras excelencias— el que teniendo doña Emilia tantas condiciones de estilo y de aptitud para estudiar y comprender las cosas, tenga al mismo tiempo un gusto tan rematado y una total falta de tacto y discernimiento». Básicamente, le llama pedante.
Entramos en el balneario de las Arenas a tomar un refrigerio. Alza la mano y pide dos copas. Dentro de lo poco que le gusta el alcohol hay una bebida que para ella es «el vino del alma»: el champán. «No diré que el Champagne es espiritual, pero sí que presta espiritualidad como los versos de Musset». Le da un trago al vino de vinos, las pequeñas burbujas impactan en su cara y entonces, con solemnidad, inicia una digresión etílica: «la embriaguez es pesada, torpe, estúpida, camorrista, grosera. Pero la embriaguez del Champagne espumea, sonríe, eleva a grados la espiritualidad la vida toda, el cerebro se llena de oro derretido, la imaginación campea libre, las ideas siempre inmateriales, se hacen sutiles como el éter».
La coruñesa se ha relajado y me habla sobre las ventas de sus dos libros de cocina: La cocina española antigua y La cocina española moderna. El primero, publicado en 1913, fue parte del proyecto editorial Biblioteca de la Mujer que la autora dirigía con el objetivo de la difusión entre el público femenino de las ideas progresistas relacionadas con los derechos de la mujeres.El volumen versa sobre la gastronomía española y de cuáles son los usos y costumbres relacionados con ella. En La cocina española moderna, Pardo Bazán expone la gastronomía española coetánea y conforme escribió en el prólogo: «representa la adaptación de los guisos extranjeros a la mesa española».
El primer libro se compone de un prólogo y nueve secciones que incluyen más de 500 recetas agrupadas por tipo sobre caldos, sopas, potajes, migas, tortillas o fritos. Las fórmulas beben en parte de otros recetarios famosos de la época como El Practicón o La cocina práctica. En esta obra la escritora aprovecha para cuestionar la idea de que la cocina sea una materia únicamente propia de las mujeres.
El segundo volumen, compuesto por un prólogo y nueve secciones que suman un total de 539 recetas, es un alegato en favor de la mezcolanza y la apertura de miras respecto a la cocina de otros países. Así, en el prólogo leemos que «La mayoría de los platos extranjeros pueden hacerse a nuestro modo: no diré que metidos en la faena de adaptarlos no hayamos estropeado alguno, en cambio a otros –y citaré por ejemplo las croquetas– los hemos mejorado en tercio y quinto» o que «la cocina cuyas recetas se encontrarán aquí, es española aún en sus elementos, modificada con aquello que de la extranjera parece imponerse irresistiblemente a nuestras costumbres, y siempre con tendencia a conservar lo bueno de otros días, aceptando lo que, difundido en nuestro suelo, no pudiera ya rechazarse sin caer en extravagancia».
Aparte de los recetarios, la gastronomía impregna la producción narrativa de EPB. En su obra más célebre, Los pazos de Ulloa, desde las primeras páginas podemos encontrar una detallada descripción de un pote gallego. Es más, uno de los personajes, Sabela, trabaja como cocinera en los Pazos. Esta se dedica a recibir aldeanas y meigas en la cocina de los pazos, y saque la despensa del marqués del lugar para darles las viandas.
Caciquismo, líos de faldas, caza, afrentas y mucho embutido entre las páginas de una de las obras clave de la literatura española que es una muestra del más perfecto naturalismo, esa corriente literaria que se nutre de lo observable y cotidiano. Y qué hay más natural que el comer.
Emilia y yo nos dirigimos a Casa Montaña hablando de la empanada gallega. Me cuenta que «la empanada debió ser en su origen, sin duda muy remoto, una forma de llevar reunidos el pan y el plato en cacerías o expediciones». Yo tengo hambre, y mucho caso no estoy haciendo a sus comentarios sobre la empanada de anguila que ya no se estila y aparece en Cuentos de la tierra, o de la de lubina de La quimera. Le digo que quiero pedir sardinas y me recuerda que a Silvio, personaje de La quimera, le colocó una magdalena de Proust salada: «ayudadas por la torta caliente, sabíanle a pura gloria (las sardinas)».
Terminamos la comida con un Oporto. Le llama «esencia de fuego». Es «delicioso pero temible, chica».