VALÈNCIA. No sé muy bien cuál es la razón por la que existe una reivindicación popular -en parte me sumo a ella- y en los medios, de la década de los 80, como si de una Arcadia feliz se tratara. No soy sociólogo, pero se me ocurren algunas en plan ‘ciudadano de a pie'. Me quedo con el hecho de que aquellos años conforman la última década -junto con parte de los 90- que poseía el encanto en el que se percibía la existencia de otra forma distinta a la actual: un escenario único real y físico, puesto que el segundo escenario, el de lo virtual, el mundo tras la pantalla, todavía estaba por llegar y ni siquiera se intuía. Esto, en el mundo arte, en el “mundo de ayer”, citando a Stefan Zweig, era relevante porque generaba algo importante: el morbo. Pensemos que el conocimiento de la obra de un artista local o la pieza que había conseguido el anticuario se conocía únicamente de forma directa visitando las tiendas, acudiendo a una exposición en la galería o colgada en el salón de casa de algún amigo. Al encuentro del arte había que ir, patearse València. Los libros, catálogos y en ocasiones la televisión -si estábamos hablando de la muestra dedicada a un artista importante- jugaban un papel importante en la difusión. Para saber lo que se cocía en el mundo del arte se acudía a las ferias de arte y antigüedades donde se tomaba contacto directo, físico, con autores, coleccionistas y compañeros de profesión.
La híper exposición existente en la actualidad y que permiten las redes no discrimina entre artistas y lo convierte todo en una amalgama difícilmente discernible, y sobretodo ha acabado con el morbo del descubrimiento, el misterio. La híper exposición -una forma de promocionarse de la que algunos artistas se están bajando, como me han confesado- no produce los efectos beneficiosos que inicialmente se supondrían puesto que el hecho es que en los años 80 no existía la precariedad actual en el mundo del arte. Internet ha trasladado al ciberespacio las tiendas de toda la vida que se recorrían los clientes con asiduidad: quien llegaba antes se llevaba el gato al agua. Los artistas no están vendiendo significativamente más por colgar cientos de fotos de su obra en las redes sociales, más bien se dan casos en que sucede lo contrario. Así, empiezan a darse casos de exposiciones en las que se intenta recrear el ambiente de antaño y en las que no está permitido entrar con dispositivos móviles.
Nací en los setenta pero mi década, la del “despertar”, es la de los ochenta. Una década en tecnicolor a pesar de que España se hallaba todavía con un pie en el pasado, tras el fin de la dictadura y en un estado de incertidumbre y cambios. Mientras que la segunda mitad de los setenta son años de reivindicación -y ello se puede observar en el arte que se produce esos años-, los ochenta es la del optimismo posmodernista -ahora, con la perspectiva del tiempo podemos visualizar algunas de las razones que generaron el caldo de cultivo que dio lugar al nacimiento de esa explosión de creatividad que fue la Ruta del Bakalao, al menos en su primera parte-. Desde entonces no ha vuelto a haber un periodo tan vital y despreocupado. No sólo eran ganas de libertad sino, y lo que es más importante: la puesta en práctica de esa libertad. Cualquier pequeño proyecto por precario que fuera se intentaba poner en práctica y luego ya se vería. La economía no era ni mucho menos boyante pero existía una confianza en el futuro que contagió de alegría el mercado y se trasladó a la hora de emprender.
Los ochenta en el mundo del mercado del arte fueron años de efervescencia. En València existía un sector de galerías y anticuarios que celebró, durante más de una década, importantes certámenes internacionales de antigüedades y de arte contemporáneo en la Feria de València. La dedicada exclusivamente al arte moderno, Interarte, inició su andadura en 1984, y durante algún año estuvo cerca de hacer sombra a la mismísima ARCO, que todavía no gozaba del reconocimiento mediático actual. Leí recientemente una noticia en El País, firmada por Adolf Beltran de noviembre de 1986, recién inaugurado en IVAM, que “ante la crisis que atravesaba Arco la feria valenciana se lanzaba a su competencia”. De hecho, se hablaba, por el director de la feria José Vicente Fernandez, de que ambos certámenes podrían “convivir y actuar paralelamente”. ¿Fue aquello el sueño de un día o una oportunidad perdida? Algunos piensan que esto último. En aquella edición, agárrense, participaron 90 galerías españolas y extranjeras. De las españolas, todas las más importantes quisieron estar presentes: Juana de Aizpuru, Fernando Vijande, Gaspar, Parés y Lleonart de Barcelona y las señeras de València Theo, Palau, Punto, Val i 30, así como galerías de París, Berlín y Milán.
Hablaremos en otra ocasión más pormenorizadamente, y de paso lo reivindicaremos, del arte que se hacía en la València libertina e irreverente de aquella década: de sus artistas y de su obra. De José Morea, Juan Barberá, Pepe Sanleón, la primera Carmen Calvo, de la etapa ‘barroca’ de Alfaro, del primer Mariscal, Jordi Mercé, Miquel Navarro, del Michavila de la serie del Llac, de Quero, de Ángeles Marco, Juan Antonio Toledo, el primer Manolo Valdés, Mariscal… y un largo etcétera. Así hasta más de un centenar de artistas que en la ciudad y alrededores. Algunos vivían muy bien, exclusivamente de su trabajo.
Los ochenta no fueron solo el despertar en unos casos de un grupo de creadores de arte contemporáneo o en otros la etapa más vitalista e irreverente de ellos, sino que se puso de moda también el arte valenciano del siglo XIX cuyos representantes alcanzaron precios astronómicos. En realidad todo el arte valenciano y no solo el arte plástico, pues la cerámica de Manises y de Alcora eran cotizadísimas, estaba en alza y eso se notaba en las valoraciones, no sólo aquí, sino también en Madrid o Barcelona e incluso fuera de España. Más allá de Sorolla o Pinazo, las obras de Benlliure, José Navarro, José Mongrell o Joaquín Agrasot alcanzaban precios altísimos en subastas no solo españolas ya que las grandes subastas londinenses o parisinas celebraban jornadas a maestros españoles del siglo XIX a las que acudían marchantes, anticuarios y coleccionistas. Algunos marchantes, incluso, cruzaron el charco en diversas ocasiones a la búsqueda de obras de artistas valencianos que acabaron en colecciones particulares de Argentina, Cuba o México a principios del siglo XX.
Sí, todo esto y mucho más pasaba en la València de los 80… y no volvió a suceder.