La editorial Blackie Books vuelve a abrir el melón de los prejuicios en el pop con un análisis polifónico firmado por intelectuales, periodistas y artistas como Nacho Vegas, Servando Rocha, Paul B. Preciado o Marta Sanz
VALÈNCIA. En su ensayo Del estándar del gusto (1757), el filósofo David Hume describía a una persona con buen gusto como alguien “con un sentido fuerte, unido a un sentimiento delicado, mejorado con la práctica, perfeccionado por la comparación y desprovisto de todo prejuicio”. Esta apreciación tenía razón de ser en el siglo XVIII, cuando todavía se pensaba que el sentido estético era un canon sobre el que cabía encontrar un consenso. La aparición de la cultura de masas dio al traste con esa expectativa, asociada indirectamente a una noción de baja y alta cultura en la que hoy casi nadie cree. En la coctelera del posmodernismo está perfectamente bien visto que te gusten Radiohead y Britney Spears, siempre que le metas a la mezcla la adecuada dosis de sarcasmo. Ahora bien, en el territorio comanche del siglo XXI, los odios enconados hacia determinadas bandas y artistas que no pasan el filtro de lo cool siguen más vigentes que nunca.
De todas estas cuestiones nos habla Mierda de música, análisis a doce voces con el que Blackie Books ha querido estirar el chicle de Música de mierda, el fantástico ensayo de Carl Wilson acerca del buen gusto, el clasismo y los prejuicios en el pop, que la editorial catalana tradujo al castellano el año pasado. El libro que ahora nos ocupa es por tanto una secuela de aquel con el que el periodista canadiense reabrió en 2007 la caja de los truenos del “esnobismo como coraza y la capacidad de emoción en tiempos de cinismo”. El tema desde luego es fascinante, porque no solo habla de nuestra libertad como individuos para elegir qué música nos aporta placer y cuál nos incita a tirarnos por la ventana, sino que apela también a toda esa compleja maraña de mecanismos internos con la que construimos nuestra subjetividad.
La propuesta de Blackie ha consistido en invitar a doce intelectuales de diversos ámbitos a que participen en este debate de ideas con un texto cuyo punto de partida sean las tesis de Wilson, que se apoyan a su vez en las vertidas por el sociólogo francés Pierre Bourdieu en el ensayo La distinción. Criterio y bases sociales del gusto (1979). En Música de Mierda, el periodista canadiense se impone la meta de analizar atentamente y sin apriorismos el disco de la artista que más detesta en el mundo -Let’s Talk About Love, de su compatriota Céline Dion-. La intención de fondo es expiar de alguna manera sus pecados como adalid del periodismo musical supuestamente diletante que ha practicado durante toda su carrera. Wilson, que ha trabajado como crítico de música en medios como Pitchfork y The New York Times, se pregunta cuestiones cruciales: ¿En qué nos basamos para decir si una obra de arte es buena? ¿Por qué odiamos con tantas ganas a determinados grupos? ¿Hasta qué punto es estable y fiable nuestro gusto musical, por más que lo almohadillemos entre muchas horas de escucha y la acumulación de datos?
Enfrentados a estas mismas preguntas, los autores a los que ha llamado Blackie Books ofrecen puntos de vista muy diferentes –por supuesto sin llegar a ninguna conclusión, porque probablemente no la haya-. Las firmas incluyen a escritores y periodistas como Rodrigo Fresán, Sergio del Molino, Servando Rocha, Raquel Peláez, Javier Blánquez, Marta Sanz y Mercedes Cebrián; filósofos y sociólogos como José Luis Pardo, Marina Garcés, César Rendueles y Paul B. Preciado, y el músico Nacho Vegas.
Extractemos las ideas de dos de ellos como muestra de los cabos de una misma cuerda. En su texto, Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) defiende la admiración sincera hacia artistas fagocitados por la coartada esnob. Así, el escritor se lanza a diseccionar “el gran Expediente X de la música popular hispana” –Raphael, of course- para explicar por qué para él el cantante jienense es un portento de la naturaleza, no solo por su capacidad para la autoparodia subliminal, sino también por méritos exclusivamente artísticos (incluso dentro del denostado campo de la canción melódica).
En el otro lado de la balanza encontramos a Mercedes Cebrián (Madrid, 1971), que frente al aperturismo de Fresán habla abiertamente de su propia “intransigencia musical”, que le lleva a “cruzarse de acera” en cuanto escucha un arreglo con guitarra eléctrica. Lo suyo son las violas y los violonchelos, pero los de Bach y la música barroca, no las ornamentaciones con instrumentos de cuerda de los grupos de pop –“a esos me acerco con más condescendencia, pero no me gusta que se pasen; hay un No me pises el jardín implícito en mi escucha”-. El texto de la escritora madrileña –que por cierto cuenta con formación académica musical- reflejaría la tesis de Wilson, en virtud de la cual la elección de nuestros gustos responde de forma más o menos inconsciente al arraigo al segmento de clase en el que hayamos nacido y crecido.
Sin embargo, ¿acaso las fobias viscerales hacia el gusto de los demás son exclusivas de los académicos universitarios, los amantes del dodecafonismo y los sabihondos del jazz? Pues va a ser que no. En mayor o menor grado, los seguidores de la música llamada independiente o alternativa –cajón de sastre que como sabemos abarca una parcela muy importante de la música popular- estamos infectados de la misma tendencia a menospreciar determinados géneros o artistas. Pero, ¿acaso hemos de hablar de ello como de una enfermedad?
Tener gusto significa excluir, y para hacerlo es necesario emitir juicios de valor (otra cosa es la mala baba con que decidas hacerlo). Pero, sobre todo, el trasfondo de la cuestión es que los prejuicios son muy difíciles de esquivar porque son los ladrillos con los que construimos nuestra identidad (no los únicos, afortunadamente). Nuestra formación como individuos –y esto ha sido muy estudiado en el psicoanálisis- se crea en gran medida a través de antagonismo con personas de las que deseamos diferenciarnos, ya sea por motivos generacionales, de prestigio social, etc. Por ejemplo, yo crecí con la música que escuchaba mi padre (Creedence Clearwater Revival, Pink Floyd, Janis Joplin, los Beatles), pero mi aprecio por estos grupos no se restableció hasta que no pasé el Rubicón de la adolescencia y superé mi absurda obsesión excluyente con el hardcore y el ruido en general. Ahora se me pone la piel de gallina tanto con un cuarteto de cuerdas de Ravel como con el black metal de Burzum, aunque no por eso he dejado de ser súbdita de mis prejuicios. La diferencia es que, conforme he ido concediendo segundas oportunidades a grupos y géneros antes vetados, mis fobias se han ido desplazando hacia un rincón mental -cada vez más pequeño- donde ya no me exasperan tanto.
Aunque estoy de acuerdo con muchas de las apreciaciones de Wilson, no comparto su necesidad de iluminarme con una epifanía ética que me despoje de mis aversiones, en las que uno de vez en cuando también encuentra cierto placer abyecto. No hay estratagema de legitimación mercadotécnica ni escorzo irónico capaz de convencerme de que asistir a un concierto de Los del Río en el Primavera Sound mola lo más mínimo. A veces pienso que el abismo relativista ha llegado, y nos ha cogido a todos con cara de tontos y la pulsera del festi en la muñeca.
Prejuicio final.