Desde Barcelona hasta Gibraltar, cuesta encontrar una ciudad con identidad mediterránea, una modernidad que ha de estar tremendamente relacionada con su propio pasado
VALÈNCIA. Una ciudad puede ser el deseo o la represión, la construcción o la deconstrucción, la Historia o la vanguardia, la promesa o la decadencia. La gente que habita un lugar tiene que vivir con ello, relacionarse o intentarlo cambiar. La ciudad es lo que las personas quieren que sea.
El IVAM ha montado una ciudad en una de sus salas. Una con Historia y con futuro, compuesta por 150 obras que abarcan cuatro milenios de identidad mediterránea (desde unas maquetas del Egipto faraónico hasta la contemporaneidad más actual).
La ciudad del IVAM está por construir. Por eso unos andamios separan en dos cada una de las secciones, aquellas personas que la visitan, tendrán la opción de admirar las obras o la responsabilidad de reflexionar (y habitar) un Mediterráneo con el que tenemos mucho que ver.
La identidad mediterránea ya se puso encima de la mesa en la renovada Mostra de València, que tuvo en su sección oficial la intención de recoger el cine que unía a los pueblos con orilla a este mar, tan diferentes aparentemente y tan parecidos en realidad. Se reivindica así nuestra unión marítima como una manera más de entender nuestra naturaleza más allá de la muy política unión europea.
La muestra Habitar el Mediterráneo recoge esta misma premisa, pero yendo más allá, y advierte así: "Desde Barcelona hasta Gibraltar cuesta encontrar una ciudad con una organización espacial y territorial que tienen muy poco que ver con el espíritu mediterráneo". Así piensa el comisario de la exposición, el arquitecto Pedro Azara, que relaciona directamente la ciudad mediterránea como una urbe que ha de ser testigo de su pasado en vez de ciudad de vacaciones. Como ejemplo, la serie fotográfica de Corrine Silva Badlands retrata laos ostentosos dúplex tan vistos en el urbanizaciones de la provicia de Almería, que lejos de ser un hogar, se convierte en realidad en un búnker amurallado por los cuatro costados, que parece ener que defenderse del territorio que ocupa.
Pero la muestra no busca un discurso tan plano y maniqueo, sino que -con una inmensa cantidad de obras- quiere hacer una reflexión global del concepto de ciudad y cómo humanizar esta. Siguiendo el itinerario propuesto, la exposición empieza en la primera sala, a la derecha del andamio, y destaca un mosaico del siglo II d.C. que representa un círculo en el que se ven representados los diferentes pueblos bañados por el mar. Se trata de una obra de un inmenso valor artístico que además certifica que esta identidad propuesta es más añeja de lo que parece. Al final de todo el recorrido, que acabará otra vez en la primera sala pero en la parte opuesta, se muestra una instalación de la artista Anna Marín que simula, a través de un juego de luces, el mar abierto con su respectivo oleaje. La tranquilidad que parece desprender en un primer momento se rompe cuando uno se percata de que en realidad ese mar es una alfombra de alfileres que llama a la muerte.
Otra obra es una serie fotógrafía de Hrair Sarkissian que muestra algunas instantáneas casi paisajísticas de algunos rincones de Damasco. La ciudad tranquila amaneciendo un viernes. La tranquilidad que desprenden las imágenes da un giro de 180 grados cuando se conoce el título de estas, Execution squares, y esta nueva lectura llena de horror lo que antes era deseo.
De esta manera, esa una constante la contraposición entre las luces y las sombras de una ciudad, entendiéndola como un lugar en el que saciar nuestros deseos y acoger al otro o una cárcel que excluye y no deja desarrollar al ser que la habita. Lo hace entre un balcón que llama a la calle y una reja que encierra, entre un símbolo de paz entre pueblos y unas figuras de excluidos. Y no es que se imponga la censura a la loa, sino la crítica a la simple contemplación.