“¿Sabes cómo te veo con tu bolso bueno y tus zapatos baratos? Igual que una campesina, una campesina muy bien aseada y con muy mal gusto...”, Hannibal Lecter
VALENCIA. ¿Existe el mal gusto decorativo? Francisto Umbral en su librito Museo nacional del mal gusto, ironiza sobre 53 objetos, situaciones o modos de ser que considera dignos de desprecio. Habla de los zapatos de rejilla, los retratos familiares de dudosa calidad, de los apodos, del neomudejar o del bisoñé. Lo que consideramos espantos estéticos integran una relación abierta más personal que universal que elevarla a categoría, nos llevaría a debates interminables. Mejor tratar este espinoso asunto como una cuestión inconclusa alejada de los dogmas porque por aparentemente trivial que sea, cuando hablamos del mal gusto estamos atacando lo más profundo del ser.
El mal gusto existe, de eso no hay duda. Existe un catálogo sobre el que hay un consenso bastante aceptado y otro sobre el que hay discrepancias. Algunas normas parecen estar más o menos consensuadas como que suele ser de mal gusto la decoración que de forma burda y exagerada imita estilos del pasado. Pero hay que aceptar que el catálogo sobre el que se discrepa va aumentando día a día. Las razones hay que verlas, segun Markus Laumann, comisario de una muestra sobre este tema celebrada en el Museo del Mueble de Viena, en que si bien "la burguesía estableció lo que era el buen gusto en el siglo XIX y estableció una norma. Eso ha desaparecido, ya no tiene sentido en este tiempo postideológico y posmaterialista". Para Laumann los ideales estéticos se han relativizado en una sociedad con muchas subculturas liberadas de la norma burguesa. Pese a ello, concluye, “todavía sigue habiendo objetos que pueden calificarse de perversos”.
Tengo una relación estrecha con lo que considero mal gusto. Muchas de las casas que visito buscando lo contrario están abarrotadas de aquel. Pero, lo que decía antes, no creo que sea adecuado opinar al respecto. Hay quienes exhiben sus horrores con una gracia y tienen una apego a ellos que me provoca ternura. De hecho, puedo afirmar que mucha gente que tiene un evidente mal gusto es a la vez una persona volcada hacia lo estético, compradora compulsiva de, digamos elementos decorativos y sus espacios vitales están dominados por el horror vacui. Sobre los fieles al minimalismo es difícil pronunciarse, pues su gusto se oculta tras el vacío de sus paredes. Aunque ¿sería de mal gusto presumir de que la única concesión a la estética es el televisor de plasma de 60 pulgadas que cuelga de la pared?.
“El mal gusto consiste en confundir la moda, que vive sólo de cambios continuos, con la hermosura más duradera.” Stendhal
Así que, como el cyborg de Blade Runner, he visto cosas que no creeríais. Si él vio atacar naves en llamas más allá de Orión, yo he visto cervatillos de bronce dorado en tamaño cercano al natural, dormitorios neorrococó que hacen de Versalles un palacio zen u óleos con manadas de caballos blancos rompiendo las olas.
El mal gusto existe, no lo duden, pero tenemos una idea un tanto particular del mismo. En ocasiones también hay cierto consenso sobre lo que es manifiestamente malo, y así hay quienes, incluso, se han permitido la osadía de abrir museos abiertamente dedicados al arte malo. Los más importantes tienen su sede en EEUU. En la burguesa, intelectual y hermosa Boston tenemos el Museum of Bad Art (MOBA), en el que sus salas recogen lo que se entiende como mal arte en todas sus formas. Según sus creadores la razón de ser de este museo es la de llevar el peor arte a todo el mundo. Su lema “Art too bad to be ignored”. Gemelos del mismo los hay también en Ohio y Seattle.
Hablando de museos y artistas, hay casos complejos como el de Jeff Koons: una persona con gusto- sólo hay que ver lo que colecciona y los trajes que lleva- que sin embargo es bastante proclive a crear intencionadamente productos estéticamente cuestionables, al menos para mí. Varias de sus obras son dignas de las mejores salas del museo de Boston (anatema que pocos se atreven a pronunciar) y si un mármol de Canova, un bronce de Chillida o el Salero de Francisco I de Cellini son paradigmas del buen gusto, su escultura Jacko y su mono Bubbles lo es de que la belleza en el arte también puede tomarse unas vacaciones de vez en cuando.
El historiador del arte checo Gustav Pazaurek (1865-1935) se obsesionó con el asunto hasta tal punto que creó una especie de gabinete de los horrores formado por objetos que en su doctrina consideraba "malos", bien por su estética o por su funcionalidad. Puedo imaginármelo con sudores fríos cada vez que entraba en ese gabinete para depositar una pieza y saliendo a la carrera del mismo a punto de sufrir un colapso. En una tarea un tanto inútil más propia de un masoquista, creó un sutil sistema de clasificación con tres categorías de errores: el materiales, el de apariencia y de construcción y, para complicarlo más, numerosas subcategorías. Una cuarta categoría sería lo "kitsch", en la que mal gusto y lo barato se unen en una combinación fatal.
Como el reverso de una misma moneda, en otra ocasión hablaremos del buen gusto. Con salir a las calles de Valencia podemos escribir un tratado sobre ello: en muchos rincones el buen y el mal gusto conviven en cierta armonía. Uno de los contrastes más fotografiados y célebres se produce en Roma, y como, según el ínclito Pazaurek, “para saber lo que era el buen gusto primero hay que enfrentarse con el malo” antes de emborracharnos de buen gusto y la belleza clásica de la ciudad eterna conviene visitar el níveo monumento a Vittorio Emanuele, también conocido por los romanos como La tarta de bodas o la máquina de escribir. Juzguen ustedes.