Hace casi dos décadas tuve la oportunidad de vivir en Valencia un buen tiempo. Más allá de las cocinas típicas y tópicas descubrí una ciudad vital y apasionante, con ambición de dejar huella en la historia culinaria
Era la época del antiguo Ca Sento y su opulencia coquinaria, del alma de Emiliano y su Bodega Montaña, de Emili y su rincón canalla Ca’n Bermell, de los hermanos Seguí y su repertorio de gambas rojas frescas en el Canyar, de Bernd H. Knöller y su pequeña revolución en la capital del Turia, de los avituallamientos de quesos en un joven Manglano y de otros manjares en las Mantequerías Vicente Castillo, de hacer la compra los sábados por la mañana en un Mercado Central destartalado, pero con el encanto de lo decadente.
Hoy somos menos naif, hay más conocimiento, más sentido de la restauración como negocio. Quizá también una búsqueda de la excelencia y de la perfección. Pero ¿es posible definir el restaurante perfecto? Personalmente creo que el restaurante perfecto es aquel donde uno se encuentra a gusto, donde recibe cariño en forma de un bocado, de un trago, de un gesto. No entiende de clases ni categorías, pero sí del arte de restaurar, de generar un código honesto que una a restaurador y visitante, de cuidar, de seducir.
En la Comunidad Valenciana hay un buen puñado de ejemplos de restaurantes que ejemplifican eso que para mí se podría considerar un restaurante perfecto. Líneas de trabajo diferentes y complementarias como Quique Dacosta, Ricard Camarena, Askua, L’Escaleta, El Faralló o Casa Elías conquistan mi corazón y mi paladar en cada visita. A cada una de las personas que está detrás les mueve alguna motivación: a unos su capacidad de reinventarse, de sorprender, de recibir, de cobijar. A otros explorar los límites menos acomodaticios de la creación o descubrir nuevas formas de compartir.
Todos tienen algo en común: son celebración, generosidad, sensibilidad, pasión, búsqueda de la excelencia.
Pero todos tienen algo en común: son celebración, generosidad, sensibilidad, pasión, búsqueda de la excelencia. Establecimientos gestionados por restauradores y cocineros herederos de una tradición inigualable, que economizan las técnicas efímeras y que no siempre se dejan seducir por el influjo de la modernidad. Son restaurantes con religioso respeto a la voluntad del cliente, comedores donde saborear la eternidad de la gastronomía, la culinaria como conjuro para pasear entre las cocinas pasadas y vividas, entre platos sin los subrayados técnicos y que son irremplazables transmisores de una historia verdadera. Ofrecen elaboraciones con cocciones milimétricas, visualmente irresistibles, sabores nítidos y exuberancia en las texturas; recetas que son resultado de una sensibilidad austera y obsesiva, que interesan por lo que muestran, pero sobre todo por lo que ocultan.
Quizá percibo al restaurante perfecto como un negocio alejado de los artificios. Aunque progresivamente me siento más apegado a la cocina de hechuras atemporales y los templos del producto extremo, mi divergencia personal no cuestiona la cocina clásica en contra de la contemporánea. En definitiva, son restaurantes con personalidad marcada, sensibilidad y conocimiento. En estos tiempos en los que se publica esta guía extraordinaria de Jesús Terrés vemos que cocineros y profesionales nunca estuvieron mejor formados y preparados, nunca tuvieron más medios. Y, por el contrario, nunca se ha echado tanto en falta propuestas genuinas y honestas, cocinas sin complejos, sin corta y pegas, sin "inspiraciones"; líneas de trabajo sin efectismos, sin "todo vales", sin discursos forzados ni líricas impostadas.
Por eso también lanzo mi demanda a los aficionados: valoremos a los cocineros obcecados en redondear un plato durante meses o persiguiendo obsesivamente la excelencia de sus proveedores. Antepongamos a aquellos profesionales que cocinan, que se preocupan por cada visitante sin necesidad de epatarle, que aquellos que lo hacen por las redes sociales, las listas, los premios, las revistas de estilo de vida o los asesores de imagen. Apostemos entre todos por el arte de la restauración, por los cocineros artesanos, por la elegancia de las cosas bien hechas, sin trampas. Porque un restaurante perfecto es la restauración con alma, con respeto, con honestidad, con verdad; la restauración que tiene compromiso con el oficio, con el sentido común y, sobre todo, con su propia esencia: el disfrute puro y sin condiciones de los clientes.