“La mejor manera de sentarse es estar de pie”, dijo hace años Antonio Bustamante en una entrevista a El País
El arquitecto, autor del libro Diseño ergonómico en la prevención de enfermedades laborales, afirmó entonces que el cuerpo humano está concebido para estar erguido y con la cabeza alta, como un faro o un periscopio. Escritores célebres como Nabokov, Virginia Wolf, Dickens, Hemingway, Günter Grass o Philip Roth trabajaban de pie pues, sustentados sobre sus dos piernas, veían como un torrente de creatividad fluía por sus venas.
EN ESTADO ERGUIDO
Un estudio de la Clínica Mayo de Rochester (EE.UU.) asegura que permanecer de pie seis horas al día nos puede hacer perder 2,5 kg en un año o 10 kg a lo largo de cuatro años. Tener sexo a dos patas incrementa los orgasmos. Si se practica sobre la bancada de la cocina o la lavadora tiene el encanto de lo retro y, en caso de que el varón resista haciéndolo sin más motor que sus propias caderas, lo igualaría en hombría ibérica al Javier Bardem de Jamón Jamón. Que te expulsaran de clase en los 80 te dejaba durante cerca de una hora plantado en el pasillo congelado de un colegio concertado, en una suerte de proeza yóguica cuyo fin era, me imagino, un arrepentimiento que nunca hizo mella en mi. Acciones tales como cantar, discutir o interpretar toman su expresión natural desde la verticalidad pues, cuando estamos sentados, nuestro diafragma pierde libertad y no nos permite sacar todo lo que llevamos dentro. Una amiga argentina que trabaja como fisioterapeuta me insta un “paráte” cuando quiere que me ponga en pie. Una orden que a mi me suena a música celestial por lo exótico del asunto. Comer de pie no es recomendable por la ciencia pero, ¿qué hay de integrar la ingesta en el contexto de un paseo estimulante y relajado? Hoy desayuno (de pie) en el Mercado Central.
«El coco con melón es como si fuera leche merengada», me informa Concha, de Frutas y Verduras Matías. Yo cierro los ojos mientras sorbo de la pajita y el brebaje helado se abre hueco desde mi boca hasta mi estómago aplacando un calor que hace que me zumben los oídos. Esa leche merengada tropical reanima mi organismo. Los zumos helados están de moda en un mercado tomado por hordas de extranjeros que miran y fotografían a su paso tratando de captar, en vano, algo de la esencia de esa catedral de lo exquisito que se resiste estoica al fervor del exhibicionismo foodie que suscita. «Esto no es un decorado, ¡marchaos!», me digo en voz baja tratando de invocar un guiri-tsunami que se lleve por delante la marea de Iphones que interrumpen mi paseo por el paraíso. Sigo. Los zumos los preparan con agua y fruta natural que traen de la huerta. El más demandado a la hora del desayuno entre locales es el de naranja y los extranjeros lo suelen customizar con coco, piña y papaya.
HABLEMOS DE QUESO
Me detengo ante un puesto que anuncia “Pan de la abuela 0,65 euros” y me dejo seducir por ese gancho melancólico-económico. Le pregunto a la dependienta que me indique cual es el pan más recomendable para desayunar aquí y ahora y escoge para mi una barra de pan de pueblo tostada. «Está elaborado con harina, agua y sal, se amasa a mano y se cuece en el horno a leña», explica diligente mientras me lo corta en seis trozos que mete en una bolsa de papel.
Hablemos de queso. Pido consejo en el puesto de Cesar Lorente que me recomienda, para maridar con mermelada, uno de oveja guirra elaborado con leche cruda. Lo define como “un queso de cabra sin llegar a ser un fresco o la evolución natural de un fresco. Es bajo en sal y en grasa y tiene corteza natural, por lo que es muy suave y orgánico». Además me llevo un Comté, un queso que, según me informa César, a partir de los 18 meses empieza a tener sabor a nuez y es perfecto para combinar con frutos secos y un buen pan antiguo. «Desayunar queso es empezar el día con energía. Muchos de los quesos que respetan la tradición preservan el lacto bacilo, algo que es muy saludable para el organismo», me explica apelando sin saberlo a mi yo hipocondríaco.
En Manglano me hago con ocho lonchas finas como la seda de pechuga de pavo ahumada de origen alemán. Además compro una pequeña botella de aceite de oliva. Localizo en uno de los extremos del mercado una fuente de la que no emana agua y que se convierte en mi mesa improvisada. Desayuno allí, de pie, nutriéndome de todo lo que ocurre en ese enclave superlativo. La pequeña travesía por los pasillos de ese planeta me ha abierto el apetito, por lo que devoro más que como. Completo el festín con tres erizos que aliño con un chorrito de limón y cuya pulpa extraigo con la punta de la lengua. Remato con media onza de chocolate belga. «Permanecer erguido es la mejor postura para el sexo», me digo. «Nacer de pie, morir de pie, comer de pie, sentir de pie, vivir de pie», me digo a modo de digestión mental de ese paseo matinal.