RESTAURANTES INTERNACIONALES PIONEROS

Exégesis de la máquina de vending

Yo no lo tildaría de gastronomía, pero la cosa es que se come, se bebe y hay una industria en marcha. A continuación, una interpretación del mundo que hay tras las centurias de máquinas de vending que brotan en algunas de las calles de esta y otras ciudades.

21/01/2022 - 

Desde una de las esquinas de mi calle hay una vista privilegiada al hambre. Contemplo desde esta cafetería acristalada, en la que me sirven un café que está ok, un bajo con tres paredes naranjas, con tres muros que de abajo a arriba tienen máquinas de venta automática, también naranjas, y carteles con fotografías de modelos de banco de imágenes. Ellas y ellos están superfelices por morder con la boca pequeña una hamburguesa que no chorrea.

Dentro de las máquinas hay una aproximación a la vida norteamericana a pequeña y cutre escala. Además de chucherías, galletas y zumitos, hay ítems para el sexo —con o sin pasión— y bebidas energéticas con sabores tropicales.

Alcohol no hay, porque la máquina no tiene forma de saber si el usuario alcanza edad legal para beber. A todos les llama de usted: “por favor, haga su selección e introduzca el importe”.

Sí que tiene papel y mechero para satisfacer todos los usos alternativos que tiene el papel de fumar y los mecheros.

Y la selección es: Oreo Galleta 66g, Kinder Bueno Classic 43g, Fini Chewy Chips ART 90g, Doritos TEX MEX 40gr, Cacahuetes al horno 50g, Gigantones Senior 40g, Hello Panda Chocolate 35g, Milka Oreo 100g, Palomitas ChocoFresa Tosfrit 18 ud, Pringles Paprika 40g y un largo etcétera de snacks, chicles, caramelos, bebidas, artículos de parafarmacia y cafés.  

Este texto corrido parte de una pregunta: ¿Quién compra en estas máquinas? ¿Quién tiene tanta hambre o necesidad de autodestrucción para satisfacer sus deseos primarios bajo la frialdad del vending, cuyo origen se sitúa en Egipto (dicen que había una máquina que dispensaba agua bendita)? ¿Quién entra dando tumbos a las tres de la mañana, con el hígado y el corazón en las últimas, buscando el consuelo en un Punto Gofre Chocolate 135g por un euro?

Por todo esto, me quedo quieta en la esquina, ya fuera de la cafetería del café ok, con la aplicación de notas del móvil abierta y la mirada fija en las máquinas, como esperando que un roedor caiga en la trampa. He puesto Torcis Queso 60g. 1,59 euros.

No entra nadie. Las máquinas emiten un ligero zumbido tranquilizador que se alterna con pitidos repentinos. ¿Se habrá roto una máquina? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que un operario venga a abrirla, a desnudar su sistema de cables, placas y componentes con formas de golosina como las chuches que dispensa (Neon Squiggles 100g 12 unidades. 1,36 euros)? ¿Habrán visto el amor adolescente, el amor clandestino, el amor impaciente de dos personas besándose contra ellas, buscando un ángulo muerto respecto a la vía pública?

Este negocio, el de un bajo sin humanos, pero con bolsas de papas las veinticuatro horas, no tiene el don de la ubicuidad. Cuando no hayas comido y necesites el salvavidas de unas rosquilletas con pipas —snack prosaico y funcional— las máquinas estarán en una avenida lejana y larga.


Cada vez nos parecemos más a estas máquinas: seres digitales, pero que funcionan con sistemas mecánicos —¿qué hay más primitivo que un gancho que empuja un paquete de Haribo Berries 100g por 80 céntimos hacia el precipicio dónde un humano tiene que recepcionarlo?—. Máquinas con poca autonomía que necesitan un alquiler barato, pero céntrico. Que quieren visibilidad, pero que tienen un diseño humilde. Que tienen en el café ardiente su legitimación del trabajo reglado y presencial.  

Me la juego: apuesto fuerte en la ruleta rusa de los aditivos. Presiono las teclas 4-6, introduzco una moneda de dos euros y meto la mano por la rendija de mayor tamaño. Cae un paquete de Magdalena Filipinos Blancos 182g y vaya, el recuerdo proustiano de las magdalenas no está, ni se le espera. En el pueblo de mis abuelos, en la Manchuela, las magdalenas son exuberantes, sin aromatizantes y deformes. Llevan por cápsula una servilleta de bar y no hay dos iguales. Estas son pequeñas, uniformes y apátridas.

Me llevo una a la boca. Necesito tiempo para procesarla. De golpe, recuerdo que leí en una novela de Proust que “Somos sanados del sufrimiento solamente cuando lo experimentamos a fondo”.

I living it.

El desarrollo de las máquinas expendedoras está asociado a la revolución industrial. En Londres, en los albores de la década de 1880, se instalaron unas primitivas máquinas que vendían tarjetas postales. En 1888 en EE.UU se instalaron máquinas dispensadoras de chicles en los andenes del metro de Nueva York. ¿Cuestión de higiene? Eran de tuttifrutti.

El año 1946 fue clave: las máquinas dispensadoras de café caliente irrumpieron en el mercado, pero antes, a principios de 1920, era posible adquirir Coca-Cola y Pepsi por tazas. Cabe decir que la Nespresso se inspiró en ellas.

¿Bueno y qué? En estas máquinas, a esta hora, la una de la madrugada, no hay nadie llevándose unas Esposas Furry Blancas por cinco euros con sesenta, un Jabón Natural Feromonas por tres euros o un Kebab de Pollo Picante. No veo qué podría salir mal con esa compra.

Las máquinas tienen aspecto de transhumanistas fracasados. Intelectuales que quieren superar los límites naturales de la humanidad mediante la tecnología, pero que no cuentan con una arquitectura suficiente para tanto algoritmo. El vending es un puedo y no quiero. Un recurso fácil del que te olvidas. Sopas de miso en polvo, gyozas congeladas, los antiguos panfletos de restaurante chino por los que con pedidos superiores a veinte euros, te regalaban un arroz tres delicias extra.

Dudo que la Inteligencia Artificial de una máquina de vending supere al ser humano en su habilidad innata para preparar un resopón hipercalórico. Yo una vez hice espaguetis a la carbonara usando fideos.

Por favor, recoja su cambio.