El Concierto conmemorativo del 250 aniversario de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos reúne en el Palau de la Música, con extraordinario resultado, a la Orquesta del Teatro Mariinski de San Petersburgo con la de Valencia
VALÈNCIA. La Orquesta del Teatro Mariinski de San Petersburgo ha visitado desde 1994 y con cierta frecuencia esta ciudad. Sin embargo, la actuación de este jueves tenía el aliciente añadido de compartir el programa con la Orquesta de Valencia. Dirigidos por su titular, Valery Gergiev, los rusos hicieron en solitario la primera parte: el Concierto para piano y orquesta núm. 2 de Brahms, con Nelson Freire como solista. Tras el descanso, un muy nutrido grupo de la formación valenciana se unió a los petersburgueses para afrontar la monumental –en todos los sentidos del término- Sinfonía núm. 7, “Leningrado” , de Shostakóvich. El Palau de la Música se llenó hasta la bandera, y la actuación conjunta de ambas orquestas cristalizó con éxito .
Pero primero vino, sólo con los del Mariinski, el Segundo de Brahms. Es esta una partitura que retrata a la perfección la madurez creadora del compositor de Hamburgo, quien la escribió entre 1878 y 1891. Gergiev la dirigió con un tempo más bien pausado, aunque mantuvo en todo momento la tensión interpretativa. A destacar el trabajo del trompa solista desde el compás número uno (es la trompa el instrumento que anuncia el primer y conmovedor motivo). El ajuste de la orquesta fue encomiable de principio a fin, e inmejorable la aportación de todas las secciones.
Gergiev brindó en Brahms una lectura comedida y elegante, especialmente en el tercer movimiento, lleno de delicadeza. Y también en el cuarto, cuya alegría incluyó esas resonancias zíngaras que Brahms introduce a veces para darle a su música un tintineo vagamente popular.
Nelson Freire lució en el piano una gran dulzura y naturalidad. La música surgía de sus manos sin afectación alguna, y todos los matices del fraseo y la dinámica –que fueron muchos- nunca parecieron caprichosos. Mostró energía y potencia cuando hizo falta, aunque quizá la edad –tiene 73 años- pudo perjudicarle en cuanto a los roces de algunos pasajes. La sonoridad del piano, siempre perlada y sin aristas, fue otro valor en sus maneras interpretativas. También la compenetración con la orquesta, fruto de muchas actuaciones conjuntas. El pianista brasileño fue muy aplaudido, y dio como regalo un arreglo de Giovanni Sgambati sobre la Muerte de Orfeo, de Orfeo ed Euridice (Gluck).
La segunda parte trajo a Shostakóvich en simbiosis de orquestas. Con más de 100 músicos en escena -sin contar los metales suplementarios colocados arriba-, había curiosidad por ver cómo se desenvolvían los numerosos efectivos de la Orquesta de Valencia entremezclados con una de las agrupaciones más famosas del mundo. Allí estaban, entre otros muchos, Enrique Palomares, codo a codo con la concertino rusa, Casandra Didu (violín segundo), Santiago Cantó, Pilar Mor y Miguel A. Balaguer (violas), Iván Balaguer y Mariano García (violonchelos) Francisco Catalá y Jesús Romero (contrabajos), Salvador Martínez (flauta), José Teruel (oboe), José Vicente Herrera (clarinete), Juan Enrique Sapiña (fagot), María Rubio (trompa), Francisco José Barberá y Francisco Marí (trompetas), Julio Ibáñez (trombón), David Llácer (tuba), Luisa Domingo (arpa), y Luis Osca (percusión). Presidiéndolo todo, con sus timbales, Javier Eguillor. Varios de ellos, además, tuvieron a su cargo los relevantes solos instrumentales que esta partitura exige, y no hay chauvinismo alguno al asegurar que, sin excepción, se dio la talla.
Dado que el porcentaje de músicos valencianos era numeroso, también cabe atribuirles la parte correspondiente en los valores colectivos del conjunto: empaste, dinámica extraordinariamente rica, y una intensa capacidad expresiva. Es cierto que Gergiev, cada vez más parco en movimientos pero tremendamente eficaz, ejerció un liderazgo muy firme. Pero también lo es que la unión de dos orquestas, con sus diferentes hábitos, enfoques y tradiciones, añade siempre problemas a la interpretación. Por otra parte, el afrontar –precisamente- la Sinfonía “Leningrado” con músicos de esa ciudad, que casi la llevan en la sangre, es todo un reto. Aunque también puede suponer una ventaja para saldarlo bien.
Indudablemente, la fuerza expresiva y el idiomatismo con que las orquestas rusas, muy especialmente las dos grandes petersburguesas (Filarmónica y Mariinski), interpretan a Shostakóvich, es muy difícil de lograr. Por otro lado, lo bueno, en música, también puede “contagiarse”, a veces por vías que parecen escapar a la racionalidad. Metidos entre esa centuria que actuó el jueves en el Palau, debe resultar difícil no seguir aumentando el volumen incluso cuando parece que ya es imposible subir más, pero notando que, aún así, los rusos seguían subiendo. O, por el contrario, no bajar más allá del pianissimo imperceptible cuando ellos -no se sabe cómo- siguen descendiendo hacia el silencio. Seguro que nuestros músicos debieron sentir, por otro lado, el latigazo de la masacre de Leningrado cuando ese breve motivo (extraído, sarcásticamente, de Die lustige witwe -La viuda Alegre- y desarrollado sobre el ritmo implacable de la caja), iba mucho más allá de lo logrado por Ravel en su Bolero, y se convirtió en una auténtica y terrible apisonadora. El público también estaba acongojado oyendo cómo las repeticiones iban transformándose en embestidas más y más brutales, y notando que el choque de unas secciones orquestales contra otras parecían querer derrumbar al mundo entero.
Las lágrimas saltaban, en cualquier caso, sin pensar siquiera en las 600.000 personas que la hermosa ciudad del Neva vio morir de hambre y de frío, sitiadas por el ejército alemán. Porque la música había trascendido ya –que no olvidado- el hecho concreto, y angustiaba por sí sola. Y mientras tal desazón se extendía entre el público -meros oyentes, a fin de cuentas-, cabe imaginar la de los intérpretes, traductores, nota por nota, del dolor encriptado en la partitura. Especialmente si el colega de al lado no sólo domina el aspecto técnico, sino las entretelas profundas de la obra. Por eso este “maridaje” entre la orquesta del Mariinski y la de Valencia, aunque pueda parecer algo artificioso, quizá sea positivo para nuestros músicos: no tanto para tocar como lo hacen los rusos, sino, muy especialmente, para transmitir con la misma intensidad,
La Séptima Sinfonía de Shostakóvich tiene, además de esas secciones llenas de violencia, muchos otros puntos de interés. Ahí están esos pasajes donde los violines se muestran extremadamente tersos, tenues, con poco vibrato, produciendo una sonoridad gélida que evoca el frío físico y el desconsuelo anímico. O aquellos otros en que los graves parecen salir, sin rumbo alguno, como broncas sonoridades, del interior de la tierra. A menudo, también, sobre un fondo deliberadamente confuso, se escuchan aleteos, pequeños movimientos sobre murmullos indeterminados, como si alguna cosa viviera todavía y tratara de emerger. Alguna vez –no muchas- la música va recuperando fuerzas, poco a poco, no se sabe muy bien para qué, y se diría que el pizzicato de las cuerdas imita ciertos latidos, mientras que el clarinete grave da toques certeros de extrañeza y desconcierto.
Las sensaciones de cada oyente ante una partitura tan desgarrada son casi siempre inevitablemente subjetivas. Distintas son las “eternas cuestiones” de la biografía de Shostakóvich que se utilizan, cansinamente, para distorsionar su obra, siempre en la misma dirección. Sin embargo, el momento y el por qué de la gestación de la Séptima Sinfonía, así como el de su difusión dentro y fuera del ámbito soviético, están bastante documentados. Los subtítulos que el compositor dio, en principio, a los cuatro movimientos, son también significativos: La guerra, Evocaciones, La inmensidad de Rusia y La victoria. Pero no puede soportarse, al parecer, la más que dubitativa -por no decir aquiescente- actitud de Shostakóvich ante el régimen soviético. De ahí que, en la versión que Solomon Volkov dio de las memorias del compositor (1979), publicadas después de la muerte de éste (1975), la Sinfonía “Leningrado” no trate del miedo y el hambre que sufrió la ciudad donde el compositor había nacido y vivido, sino del terror estalinista. Se extiende así un tupido velo donde todos los horrores se mezclan en el mismo saco, olvida el criminal asedio de la ciudad desde septiembre de 1941 hasta enero de 1944, y explica el carácter de esta música por los crímenes de Stalin. Como si no hubiera otros sitios, otros momentos y otras músicas donde éstos salen –o deberían salir- por sus propios “méritos” a la luz. Sin convertirse en pantalla de otros.