El director de cine y escritor cuenta en su segunda novela la historia de Jaime Fanjul Andueza, un salmantino nacido en mil novecientos dos, cuando Salamanca aún no estaba bañada por el mar.
VALÈNCIA. El hecho de vivir es al menos tan extraño como la vida misma: esto de estar vivos es algo que tampoco es que tengamos del todo claro, pese a todo el tiempo que llevamos viviendo como especie —que si lo comparamos con la trayectoria de otras especies, francamente, tampoco es tanto—. A título individual, nuestra durabilidad no es que sea como para tirar cohetes, y aun así, es bastante mejor que la de la mayoría de animales —a excepción de notables excepciones, como el tiburón de Groenlandia, cuya longevidad se cuenta por siglos [se sabe que puede llegar hasta los cuatrocientos años y que alcanza la madurez sexual pasada la primera centuria]—. Lo de los árboles ya es otra historia. A escala geológica o cósmica, nuestra pírrica esperanza de vida no da para mucho: enseguida comenzamos a estar cansados, angustiados, metidos en la trampa hasta la cocina. Y se acabó. Los tiburones de Groenlandia más ancianos de aquellos que nadan hoy día silenciosos en aguas gélidas a dos mil metros de profundidad, han conocido mucho, aunque no lo sepan. Desde mil seiscientos veintiuno hasta aquí ha llovido una barbaridad. El ser humano se ha asomado al universo. En el cosmos, vivir ochenta años es casi como no hacerlo.
Recientemente se ha anunciado un gran descubrimiento: hemos observado por primera vez la monstruosa colisión entre un agujero negro y una estrella de neutrones, dos de los objetos, que sepamos, más densos y extraños del universo. El tremendo cataclismo, que se saldó con la estrella de neutrones en el estómago singular del agujero negro de un solo bocado —cuando el agujero negro es lo suficientemente grande, se traga la estrella de neutrones de una— produjo una serie de deformaciones en el espacio-tiempo que llegaron a nosotros como olas a punto de extinguirse en un estanque, y no es para menos: las ondas de este evento —que para colmo fueron dos, llegaron hasta la Tierra señales de dos eventos iguales con escasos días de diferencia en enero de dos mil veinte— habían viajado novecientos y mil millones de años a la velocidad de la luz. Un momento: novecientos y mil millones de años desplazándose a trescientos mil kilómetros por segundo. ¿Es acaso eso posible? ¿Qué pintamos nosotros en semejante escenario? ¿Cómo se supone que vamos a conocerlo, si vivimos poco y mal?
Y sin embargo las vidas, en la Tierra, son una gran fuente de historias. La vida de Jaime Fanjul Andueza, sin ir más lejos, ocupa un libro de principio a fin, Los años extraordinarios, del director de cine y escritor Rodrigo Cortés, publicado en Penguin Random House. Empieza el libro, y empieza la vida así: “Nací el 18 de octubre de 1902. En una tarde de viento, según me contaba mi madre. «Naciste, idiota, en una tarde de viento», me decía, y me revolvía el cabello como se revuelve el cabello a los niños tontos. Yo, en realidad, no he sido tonto nunca, sólo me lo hice hasta cumplir los veinte. Sin ningún plan concreto. Mi nombre es Jaime Fanjul Andueza [...] Nací en Salamanca recién estrenado el reinado de Carlos VII, en el período de transición consensuada entre la IV y la V repúblicas. Siempre me pareció civilizada la costumbre, tan española, de alternar república y monarquía de forma apacible: treinta años para cada régimen [...] En aquellos años, Salamanca aún no tenía mar, aunque muchos empezaban a pasearse en bañador, incluso en lo más crudo del invierno, para invocarlo”.
Cómo acaba, como en las adivinanzas, ya te lo he dicho, pero solo a grandes rasgos. Entre la primera palabra y la última hay toda una vida humana, una muy particular: Jaime Fanjul avanza por su historia y por el mundo a veces mejor y a veces peor, con más o con menos escrúpulos; tan pronto se hace terrorista: “Los mejores recuerdos de París los guardo de mis años de terrorista [...] Mi primer atentado tuvo muy buenas críticas”, como se adentra en una experiencia mística en el desierto que le lleva a encontrarse a sí mismo literalmente: “Una vez me giré de un salto y me vi a mí mismo. Otra vez vi la muerte a mi izquierda, como a los fantasmas en España. Conocí a los imohag, a los Hijos de la Nube, a los erguibats de Argelia [...] Seguí espejismos, a veces bebí de ellos. Descansé en oasis de verdad. Hablé con soldados muertos, me enterré bajo la arena, perdí la voz de pura rabia, me congelé de frío [...] Negué el saludo a los diablos del crepúsculo [...] Me arrodillé muchas veces para llorar mejor”.
‘Los años extraordinarios’ de Cortés es también extraordinario: ciertamente es un libro fuera del orden común, fantásticamente escrito, excepcional en lo poético, y definido por un sentido del humor brillante que es la única manera de contar esta historia, que incluye episodios hilarantes de verdad como todos los pasajes que tienen que ver con la Guerra Civil que enfrenta a españoles contra los de Alicante, unos seres despiadados sedientos siempre de sangre, capaces de circunnavegar el globo para atacar por sorpresa, y tan solo siendo los seis o siete que han sobrevivido a a la épica travesía. Los de Alicante llegan por mar a Salamanca y matan a todo el que se les pone por delante. Es divertidísimo también, hablando de mar, el movimiento promar: gente que se moviliza para exigir que Salamanca sea una ciudad bañada por las mareas. En realidad cuesta elegir: todo lo que sucede es cómico, o tiende a lo cómico. Se agradece. Y se agradece la forma de narrar de Cortés: un estilo muy particular, poco habitual, que hace de Los años extraordinarios una lectura con no demasiados parecidos, que consigue que conectemos rápido con Fanjul y que queramos acompañarle a los largo de las más de trescientas cincuenta páginas que dura su vida de personaje, mucho más duradera que la nuestra, pero que también sucede de izquierda a derecha.