VALÈNCIA. Si un camino nace o se hace es una cuestión que bien merece el detenerse a pensar en su respuesta unos minutos, o en lugar de detenerse levantarse y ponerse en movimiento, pasear hasta dar con la solución; cualquiera que haya estudiado sabrá que recorrer la habitación de pared a pared es una estupenda acción mnemotécnica, tan buena como los vaivenes repetitivos de las escuelas talmúdicas o coránicas; nunca sabremos cuántas de las mejores ideas que ha alumbrado nuestra especie se han encendido deambulando con la mirada ocupada en los menesteres del suelo, en el constante avance de las puntas de los zapatos. ¿Hay camino, o se hace camino al andar? De nuevo la duda. Hasta donde sabemos, que es bien poco, buena parte de lo que conocemos -los edificios, las religiones, los programas de televisión, los partidos políticos, los equipos de fútbol, los realities, los certámenes de belleza, los certámenes de poesía, la propia belleza, la propia poesía, las recetas, la ironía, los cuidados paliativos, los libros de texto, la música o internet- desaparecería tan pronto como lo hiciésemos nosotros, o si no tan pronto, al poco tiempo desde el punto de vista de la escala geológica. Las construcciones humanas no tienen sentido sin el ser humano que las erigió, que pensó en ellas o que creyó reconocerlas en su entorno. El camino, por supuesto, no es una construcción exclusivamente humana, ni de lejos. En esta Tierra que habitamos, los caminos son un elemento habitual, un producto común. ¿Pero nacen, o se hacen? En realidad, un poco de uno y un poco de lo otro.
Hay voluntad en el rastro químico que dejan las hormigas para que sus compañeras las sigan -voluntad de hormiga, al menos-, y hay un nacer del camino optimizado al que se llega tras numerosos recorridos que van enderezando el anterior. Hay voluntad en el sendero que diseña un paisajista frente a una facultad, y hay nacimiento del camino en esos rastros de tierra pelada donde las suelas apresuradas han terminado por rascar un atajo. El camino se hace y nace, y luego el escritor, periodista ambiental y senderista Robert Moor escribe sobre él: En los senderos. Reflexiones de un caminante, publicado por Capitán Swing a finales del año pasado -con traducción a cargo de Francisco J. Ramos Mena-, es una aproximación al concepto de camino perfecta para ampliar todo lo que creíamos saber sobre las sendas por las que discurrimos y se discurre, una selección de aspectos a tratar relacionados con el camino que nos lleva por donde Moor ya ha transitado y nos revela los hitos que él ha señalado, el aprendizaje que le ha proporcionado lo que empezó siendo una afición y evolucionó en una forma de vivir y de mirar que le acompaña a él y a todas esas personas que comparten su vocación más allá de los límites del camino, tal vez estos más importantes que su longitud o dificultad, que sus inicios y finales.
Esta es sin duda una de las ideas más poderosas del libro de Moor, y nos la regala en el prólogo -que todo sea dicho, es de los mejores prólogos leídos últimamente-: la mayor virtud del camino es su perfecta tiranía, sin sus restricciones nos perderíamos, daríamos tumbos o moriríamos en sus versiones más extremas. No es que como decía Kavafis -que también- las experiencias que nos depara el camino sean la auténtica razón del mismo y no el destino: es que el propio camino, en tanto en cuanto vía, en tanto en cuanto superficie, es un prodigio de la utilidad, un bálsamo ancestral para el estrés que estamos obligados a admirar si no queremos estar día tras día pasando por alto lo que de verdad importa. Dice Moor, rememorando su peregrinación de cabo a rabo de la Senda de los Apalaches: “resultó que un camino no ofrece libertad completa; es más bien lo contrario: un camino es una discreta reducción de opciones.
El grado de libertad de un camino se parece más a un río que a un océano. Por decirlo de la manera más sencilla posible, un camino es una manera de dar sentido al mundo. Hay infinitas formas de atravesar un paisaje; las opciones son abrumadoras y abundan los peligros. La función de un camino es reducir ese ingente caos a una línea inteligible”. Sigue Moor, enlazando esta gran verdad con la historia de los orígenes de nuestras primeros sistemas de creencias: “Los antiguos profetas y sabios –la mayoría de los cuales vivieron en una época en la que los senderos constituían la principal vía de transporte– supieron entender íntimamente este hecho, y de ahí que los textos fundacionales de casi todas las grandes religiones invoquen la metáfora del camino. Zoroastro solía hablar de los «caminos» de la potenciación, la posibilitación y la iluminación. También los antiguos hindúes prescribían tres margas, o caminos, para alcanzar la liberación espiritual”, y continúa la explicación de Moor con el noble camino óctuple del budismo, con el Tao -el camino- y con la sunna del Corán, la enseñanza de Mahoma que una vez más, significa “el camino”.
En los senderos, como cualquier libro, es también un camino, uno que va del deseo -caminos del deseo son esos que desafían el trazado original- de dedicar horas a la lectura a la satisfacción de estar haciéndolo, de la ignorancia al saber, del sopor al entretenimiento. El libro-camino de Moor discurre a través de una serie de etapas bien articuladas: tras el calentamiento del prólogo, donde el autor nos ayuda a practicar necesarios estiramientos mentales, la ruta cruza el gran enigma de los primeros seres vivos en movimiento, la red de caminos de las colonias de insectos y su papel en la maximización de su inteligencia colectiva, el tránsito de los mamíferos cuadrúpedos a lo largo y ancho de inmensos territorios y la relación de estos desplazamientos con el desarrollo de nuestras especie, la crónica de cómo las antiguas sociedades humanas tejieron el paisajes con senderos y los orígenes de mastodónticas rutas americanas como la de los Apalaches, hasta llegar por fin a la sexta y última etapa en la que conocemos la madre de todas las rutas que conecta Maine con Marruecos, así como otras conexiones producto de la tecnología que son caminos al fin y al cabo, vínculos que constituyen el sistema nervioso del organismo social que es la humanidad. Y una vez en Ítaca, consumida la última página, descubriremos que sabemos reconocer la cualidad camínica en lo que es.