Ni la directora finlandesa ni el chelista alemám consiguieron traducir el drama que late en el Concierto de Elgar
VALÈNCIA. La actuación de la London Symphony Orchestra en el Palau de la Música no respondió del todo a las expectativas despertadas. Expectativas que se fundaban no sólo en su prestigio internacional, sino en las numerosas visitas anteriores al mismo recinto, con diversos directores y solistas, tal como informó Valencia Plaza. Sin embargo, la sesión del día 14 pasó sin pena ni gloria. Susanna Mälkki llevaba la batuta, y Daniel Müller-Schott era el solista en el Concierto para violonchelo de Elgar.
Es ésta una obra que supera, con mucho, lo que serían las líneas habituales del compositor británico: buena factura, adhesión al universo victoriano, melodías de amplio aliento, solemnidad e innegables influencias, tanto germánicas como francesas. El gusto por las marchas aparece no sólo en obras de circunstancias como Land of Hope and Glory, sino también en sus sinfonías.
El Concierto para violonchelo, sin embargo, parece escapar de esas coordenadas. Escrito tras la Primera Guerra Mundial, el compositor parece cuestionarse en él, tras el desastre y el dolor, todo su universo previo, como si la obra contuviera la interrogación ante los millones de muertos. Dolor, interrogación y desconcierto.
Por eso no convenció una lectura tan blandita como la servida por Susanna Mälkki y Daniel Müller-Schott. A pesar de la precisión de la batuta, de las prestaciones impecables de la orquesta, y del hermosísimo sonido del chelista, allí no pasaba nada. Y, sin embargo, allí había pasado mucho: la Primera Gran Guerra. Había pasado tanto que el creador de Pompa y Circunstancia, marcha que había cantado las glorias del imperio británico, ahora ya no canta nada, se repliega, queda en silencio (Elgar compuso muy poco en sus últimos años), y nos entrega una partitura conmovedora por su dramatismo. Partitura que, en el fondo, se autoproclama como espejo del fracaso. Un fracaso colectivo y personal.
Ya nos advertía Fernando Morales, en las Notas al programa, del valor irrepetible de la grabación que, en 1965, justamente con la misma orquesta que escuchamos el sábado, hicieron Jacqueline du Pré en el violonchelo y Sir John Barbirolli en la batuta: una drástica combinación para poner los puntos sobre las íes, con una tensión, un voltaje y un sentido de lo trágico que faltó, y mucho, en la lectura de Müller-Schott y Mälkki. Es evidente que el oyente ni puede ni debe quedarse anclado en una versión –quizá irrepetible- de hace 40 años. Pero sí puede reivindicar una lectura menos acolchada, tan llena de suavidad y terciopelo que no trascendía la finura del solista y de la orquesta. Eso sí: Müller-Schott dejó constancia de las preciosas sonoridades que puede extraer del violonchelo Matteo Goffriller que toca, de 1727. El Ravel que dio de regalo, más preciosista que la angustiosa partitura de Elgar, confirmó sin duda su hanilidad al respecto.
Susanna Mälkki es una directora precisa y competente. Marca con seguridad y firmeza, da las entradas sin descuido, los finales de frase no tienen fisuras, y la gama dinámica es amplia. Pero su actuación en València no mostró la capacidad de transmisión emocional que debe ejercerse desde la batuta. Elgar, ya se ha dicho, resultó suave en demasía. Estuvo mejor con Sibelius, pero no consiguió, tampoco con él, entusiasmar demasiado. Del Pélleas et Mélisande (música incidental para la obra de Maeterlinck), se tocaron sólo los números 1, 7 y 8. Se advirtió ya en ellos cierta tendencia a una fría contención: fue solemne el primero (En la puerta del castillo), travieso el séptimo (Intermezzo) y muy sereno el tercero (La muerte de Mélisande), dibujo unos reguladores magníficos y concertó bien. Pero empezó a faltar la capacidad de transmisión, de implicar al oyente en los pentagramas escuchados.
La última partitura, tras el Concierto de Elgar, fue la Quinta Sinfonía de Sibelius. Muchas cosas a celebrar: el empaste de la orquesta, la modélica actuación de las trompas al abrirla y en cada intervención. La delicadeza de las maderas, La seda de la cuerda. El ajuste perfecto. La rica paleta tímbrica. La música, por otra parte, empezó a respirar con más expresión, y tradujo una mayor tensión interpretativa. Con todo, la plasmación de esa magia, a la vez delicada y grandiosa, que la Naturaleza tiene en muchas composiciones de Sibelius, quedó bastante sepultada en el tintero. Quizá, huyendo del tópico de los lagos grises, Mälkki prefirió permanecer en dique seco.
Como regalo se ofreció el tercer movimiento (Musette) de la suite sobre la música incidental para la obra de Adolf Paul –novelista y dramaturgo buen amigo de Sibelius- sobre el rey Kristian II.