En Galicia tienen las orejas de Carnaval, en Nueva Orleans la Kings Cake, en Andalucía los pestiños y en la Vall d'Albaida, la almoixàvena
La almoixàvena, también llamada “monjavina”, "monxàvena", "monjàvena", “almojávena”, “monchávenes”, "almoxàvena" u otros namings según variantes dialectales, es un dulce propio de la Vall d’Albaida y La Costera. En sus remotos orígenes era preparada el jueves de Cuaresma. Ahora, como las luces de Navidad en los Centros Comerciales o los tomates en los supermercados, aparece en los hornos con más o menos laxitud. Su consumo estacional se sitúa durante la temporada que va de San Antonio al Carnaval. Yo he llegado a ella un par de días tarde, pero el trozo que no me comí mientras conducía de Xàtiva —población productora de monjavina por excelencia— a València antes de que me pillara el toque de queda sigue haciendo que mi cocina sea toda canela y vino en lugar de Sanytol y quitacal.
Lo que lleva la almoixàvena es la lengua común de nuestra repostería: huevos, harina, aceite, vino, azúcar y canela. También, como es frecuente en nuestro repertorio de dulces, es de origen árabe y es tremendamente humilde. La repostería ostentosa es cosa del norte, aquí somos parcos en ingredientes y con eso, levantamos una civilización. Civilización que en estas tierras será expulsada, pero eso es otra historia. Aquí hemos venido a festejar y pringarnos hasta el codo de azúcar.
Mientras escribo esto, pellizco con la mano que no se usa para el ratón un pedacito de almoixàvena, que se separa sin rechistar del resto del conjunto. La masa es irregular, desordenada. Un guirigai de harina al horno. Es una masa quebrada y delicada como un jardín árabe con fuentes y azahar. Josefa Calabuig, de 83 años, me ha contado por teléfono cómo prepara ella la monxàvena pero entre su valenciano setabense y el mío de línea en castellano de colegio público, la receta resultante no tiene una métrica perfecta: «Pues mira, te pones un cazo con agua y aceite, una poquita. El fuego medio. Y te esperas a que rompa a hervir. Ahí le tiras la harina y una poquita sal. Sin pasarse, pero que se note. Le das, le das y le das para remover bien la masa. Tienes que darle hasta que se separe del cazo, porque si no no vale. La sacas del fuego y que refresque. Cuando la toques y no te queme, le echas los huevo de uno en uno y removiendo todo el tiempo. Después en una bandeja la extiendes finita, y al horno».
Hay quien le pone manteca de cerdo, porque el 14 de febrero se “celebraron” 519 años de la pragmática de conversión forzosa, además del domingo de Carnaval y el día de San Valentín. Lo de la pragmática es un episodio histórico baja el reinado de los Reyes Católicos. A los musulmanes sometidos (mudéjares) se les daba elegir entre entre el exilio y la conversión al cristianismo. Resultó ser mentira, porque salir del reino era más difícil que irse un viernes a las cuatro de la tarde de un municipio con más de 50.000 habitantes. Bautismo o nada. Pero eso es otra historia.
Total, que así surgieron los moriscos, nueva clase social, y así siguió elaborándose la almoixàvena, que antes de cocerse en el horno a 200ºC durante 20 minutos, se espolvorea generosamente con azúcar y canela. «20 minutos o hasta que la veas arrugarse así». La llamada con Josefa no era un FaceTime, así que me la imaginé gesticulando como quien arruga papel de regalo.
La cosa es que antes de probar la almoxàvena, yo había probado la almojábana en una casita rural de Cantabria. Dicen unos versos que:
Si vas a Santander
y no comes almojábana,
no vas para nada.
El dulce que probé estaba hecho con miel, harina y queso, si mal no recuerdo. Era un pequeño bollito suave y pulido que también aparece en los poemas de Al Maccari, poeta andaluz que a esta pieza de repostería le llama al mojabtan. Pero hay más, porque en una panadería colombiana del distrito 46008, entre bandejas de arepas de choclo y pandebonos, compré una almojábana y la vendedora me dijo que para nosotros eso era una quesada.
Pero eso es otra historia.