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VALÈNCIA. Con la excusa de revisar objetos acumulados en un desván para decidir si van a la basura o los sigue guardando, Jarvis Cocker escribió un libro de memorias.f No hace falta haber nacido en Sheffield o vivido en la Inglaterra de la Thatcher para identificarse con lo que aquí se cuenta, en estas páginas, contienen información clasificada acerca de personas como yo. El libro comienza exactamente en el título: Buen pop, mal pop. Un inventario. Dicha diferencia la establece el autor a lo largo de este recuento que es tanto un ejercicio de memoria como un manifiesto personal y político. Aquí, el mejor ejemplo de mal pop es una recreación de juguete del bolso de Margaret Thatcher que incluía recortables con prendas para vestirla, una guía de etiqueta y otras chorradas propias de un artefacto pop que buscaba satirizar lo que entonces era una nueva fuerza política -hablamos de principios de los ochenta- y que “sin querer, atestigua un profundo cambio en la vida política británica”. Cocker afirma que fue a partir de ese momento –la irrupción del thatcherismo- cuando los políticos empezaron a aprovechar los elementos del pop para propagar sus mensajes. Y de este modo, el pop que era la apócope de popular se convirtió también en sinónimo de populismo. Hoy se podría decir que el mal pop invade nuestras vidas, mientras que el buen pop empieza a estar en los museos. Sin duda, se este siglo sigue generando buen pop, pero necesitaremos tiempo para saber con exactitud cuál es.
A ojos del autor del libro, el buen pop es aquel que propiciaba un empoderamiento individual, una sensación única que llegaba con la noción de que había un lugar para ti en este mundo, por más que no encajaras en ninguna de sus compartimentos tradicionales por tu aspecto, por tu manera de ser o por tus gustos. Y hubo jóvenes de varias generaciones que encontramos la felicidad gracias a eso. Primero recopilando hallazgos que nos mostraban el camino a seguir. Una fotografía en una revista de música. Una serie de televisión. Un libro. Un tebeo. La portada de un disco. El fragor de algo desconocido, nuevo e irresistible sonando en la radio. Y después, tal como le pasó a Cocker, llegaba el momento de “dar el salto de espectador a participante”. Todo ese cúmulo de buen pop iba apuntalando la nueva personalidad del adolescente que se negaba a ser como los demás. Cocker habla del “hormigueo”, la sensación al escuchar una canción que, por motivos totalmente aleatorios, le hacían sentir que esa pieza musical “era una especie de truco de magia”. Solamente la música pop puede producir ese efecto. Millones de adolescentes en todo el mundo hicimos la transición a la vida adulta a nuestra manera por culpa de aquel hormigueo.
Por descontado el punk fue crucial para un muchacho nacido en 1963. En 1977, Jarvis tenía catorce años, la edad perfecta para quedarse boquiabierto ante aquella inesperada revuelta: “El punk fue una ruptura. Un quiebre total con el pasado. Un rechazo de la narrativa oficial. No quería encajar. Exigía nuevos sonidos, nuevas ideas. Y nueva ropa”. Antes de seguir adelante y centrarnos en el siguiente punto –la ropa- conviene citar de nuevo a Cocker para una acotación más que necesaria: “Es un problema de la modernidad: la forma en que se vacía de vida las cosas mediante la repetición y la asimilación en el mainstream. Pero esto es particularmente desafortunado en el caso del punk”. Conviene tener esto muy presente porque hay palabras que no sirven de nada si abaratamos su significado repitiéndolo una y otra vez sin hacerle justicia. El punk, como la libertad, es una expresión que solamente conoce un significado real. Gracias por explicarlo con tanta claridad, Jarvis.
Y ahora sí, la ropa. Vestirse para ser distinto y peinarse en consonancia a ello. Cocker habla de un suéter acrílico que llevaba Mark E. Smith, líder de The Fall, una prenda que era la antítesis de la ortodoxia punk. Menciona también el peinado de Ian McCulloch; cuando vio una foto del líder de Echo & The Bunnymen con su cardado a prueba de vendavales dijo: “Ha venido a rescatarme”. Buscando música punk en la radio, Jarvis se encontró con el locutor John Peel y con una canción de Elvis Costello. Y gracias a este último, se dio cuenta de que llevar gafas de pasta ya no te convertía en un pringado con aspecto de empollón, también te permitía ser el doble de alguien tan chulo como Costello o Buddy Holly. Cocker era de los que iba al instituto para fingir que los estudios le interesaban, pero en realidad se pasaba el día fabulando y anotando sueños en una libreta. El decálogo del grupo musical perfecto. Las prendas que deberían vestir sus miembros. Los nombres posibles para bautizar a la banda que años después acabaría siendo Pulp. Esa libreta, junto con viejos pares de gafas, camisas de colores, discos y casetes y mucha parafernalia pop —desde figuritas de los Beatles a bolsas de papel— forman parte del inventario vital del que se alimenta este libro y que alimentó a su autor en varias etapas.
Que este repaso gire en torno a una selección de objetos que el autor va decidiendo si tira a la basura o no, también tiene su enjundia. Refleja la importancia casi sagrada que le concedemos a objetos que después terminamos olvidando. A partir de cierta edad hay cosas que realmente ya no necesitamos tener: han dejado de ser importantes, e incluso puede que nunca lo fueran tanto como pensábamos. Cocker habla de un casete con el disco Fire In The Sky: The Godlike Genius Of Scott Walker, una recopilación realizada en 1981 por Julian Cope para presentar ante una nueva generación a un músico que era mucho más que un cantante melódico. Walker acabaría produciendo a Pulp en 2005. En una entrevista radiofónica donde Cocker ejercía de anfitrión, Leonard Cohen le advirtió que no es aconsejable preguntarle a un artista acerca de los significados de sus canciones. El secreto de aquello que produce el hormigueo es un misterio incluso para quienes graban las