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La generación trasplantada que olvidó la literatura

No conozco ninguna novela escrita para ellos. Una novela que relate sus avatares de hombres y mujeres de pueblo, nacidos entre las piedras y los campos, emigrados con maletas de cartón a la gran ciudad para hacer de mozas, de porteros, de albañiles, de amas de casa

13/08/2018 - 

VALÈNCIA. No conozco ninguna novela escrita para ellos. Una novela que relate sus avatares de hombres y mujeres de pueblo, nacidos entre las piedras y los campos, emigrados con maletas de cartón a la gran ciudad para hacer de mozas, de porteros, de albañiles, de amas de casa. Un libro en el que cambien los paisajes del trigo al cemento y en el que se detalle el pavor de la primera noche en Moratalaz, en Móstoles, en Barakaldo, en Badalona, en Cornellà o en Torrent, aunque ellos a esos lugares los llamen Madrid, Bilbao, Barcelona o Valencia.

Conocemos, más o menos, de dónde proceden. De la violencia rural de Camilo José Cela, quien en La familia de Pascual Duarte narraba una esencia o el impulso asesino de un tiempo de mierda como fue el franquismo. De la crueldad jerárquica, ejercida permanentemente de arriba a abajo, en los más mínimos detalles: una pierna quebrada, una cacería, un almuerzo con invitados, la peseta de los aguinaldos... esa miseria nauseabunda que Miguel Delibes retratara en Los santos inocentes, y que ya pertenece más a Mario Camus, Alfredo Landa, Terele Pávez y Paco Rabal. “Milana bonita” era un susurro que en 1981, cuando se publicó la novela, y en 1984, cuando se estrenó la película, recreaba un mundo extinguido como los dinosaurios. Pura mitología. Memoria de una pobreza distinta, anterior a todos nosotros. 

Con el paisaje de posguerra se agotó todo el relato del mundo rural. Luis Martín Santos narró el florecimiento de las chabolas en esa ciudad sin límites que crecía en medio del desierto, y adonde llegaban miles de familias sin trabajo y sin dinero. Carmen Laforet relató la densidad de la Barcelona franquista, los pisos viejos y los pasillos oscuros de la capital catalana. Carmen Martín Gaite, por su parte, una Salamanca dorada, con sus pueblos mezquinos y paletos, y con sus mujeres negándose a la vida parapetadas detrás de los visillos.

Este país pasó de las cartillas de racionamiento a la crónica de sucesos, de acuchillar a los perros en los caminos a poner el televisor y ver al hombre caminando sobre la luna. Ese mundo transmutó de la piel franquista a la piel democrática como cambian las parrillas de televisión cada septiembre, y se renuevan vestuarios y luces y carteles.

 

No conozco ninguna novela para ellos. Ellos, los que vinieron a engordar las ciudades y a limpiar las casas, abrir los patios y controlar el correo de todas las puertas. Ellos, confinados al otro lado de la M-30, constructores de los cinturones rojos de este país, que levantaron ciudades dormitorio con la vana esperanza de que ese bloque de ladrillos caravista fuera provisional. Provisional antes de hacer fortuna y regresar al pueblo. Provisional antes de ganar dinero y comprar un piso o un chalet. Tan provisional que nadie se dio cuenta de que la gran historia de nuestro país estaba sucediendo dentro de sus casas, dentro de sus fábricas, de sus celebraciones de boda o de cumpleaños. Eternamente provisional, en definitiva. 

La guerra, la posguerra, la transición, la democracia, etapas de un país que los invisibiliza. Chus Lampreave hacía reír porque acariciaba una iguana y le llamaba “dinero”, porque era verde y le gustaba. Son quizás los pocos testimonios de esa generación trasplantada en los barrios. Pedro Almodóvar, por manchego, supo colocarlos en sus películas, frotando lápidas con brío, haciendo ganchillo en las porterías de los edificios del barrio de Salamanca en Madrid, como personajes secundarios de una historia reservada para la clase media. 

“En realidad pertenezco a una voz”, dirá Javier Pérez Andújar en Paseos con mi madre, al escuchar los giros, modismos, expresiones coloquiales y frases con acento granadino de su madre mientras caminan juntos por el Parque Fluvial del Besòs, observando las tres torres de la central térmica, las autovías que cruzan hacia Barcelona y bajo cuyos puentes se abrigan vagabundos, yonkis o chabolistas. Ser charnego es otra manera de estar en el mundo, trasplantado y readaptado. Provisional, porque el destino del ser charnego es el dejar de serlo, pertenecer a un espacio, radicarse en un territorio, disolver la carga de extrañeza a lo largo del tiempo. Y como siempre ocurre, lo provisional es el estado melancólico de lo definitivo. 

La madre de Javier Cercas aparecerá en alguna de sus novelas representando ese mismo papel y cuando escuche al doctor abriéndole la puerta en catalán y ofreciéndole “endavant”, ella entenderá “ande van” y le responderá: “al médico”. Eso es la inmigración, sentenciará Cercas. Y de nuevo habremos perdido la oportunidad de explorar el gran momento histórico de esa generación secundaria, que malvivía en los campos hasta que decidió malvivir en las ciudades para prosperar. En Sestao, en Alaquàs, en Torrejón, en Santa Coloma, aunque ellos dijeran Bilbao, Valencia, Madrid o Barcelona. 

Esa generación que tuvo hijos como una posesión más y que tuvo nietos a los que enseñarle las canciones del pueblo, a los que llevarían en verano a conocer los campos, las ermitas, las cuestas y las casas hechas de piedra y de cal, con corral y alcoba. Esa generación que vino con sus vírgenes, sus chascarrillos y sus morcillas de orza, que se reunían con otros expatriados en las plantas bajas y que se aficionaron a los equipos locales, como el Athletic, el Barça o la Real. Esos hombres y mujeres que desaparecieron entre la generación de la guerra y la generación de la transición y que llenaron cuarenta años de miseria con trabajos de animales, sembraron el orden, el temor y la vergüenza para que florecieran en las generaciones subsiguientes y que bailaban pasodobles mirando hacia la cámara en todas las bodas.

La historia social esconde el alma y la tramoya de la gran historia. Se fija en la bandera que corona los nuevos edificios de los sesenta, esa que se colocaba al final de la obra si no había muerto ningún obrero durante la construcción. Se fija en el 127 con radiocasette que muchas mañanas aparecía abierto y desvalijado por el hijo drogadicto de los vecinos. Se fija en el disco de versiones de Manolo Escobar que uno de esos emigrantes de los sesenta, ya jubilado, se ha pagado de su bolsillo y que vende entre los amigos y familiares que han regresado al pueblo. Se fija en el trabajo sin cotizar de las mujeres, limpiando, cosiendo, atendiendo a los ancianos, cuidando de las vecinas. Se fija en el espíritu de sumisión que adquieren cuando entran en un hospital, cuando los ingresan y los tumban en un cuarto con un televisor que funciona previo pago, cuando la enfermera les coloca una vía en una mano y luego en la otra, cuando la médica les explica el diagnóstico a las hijas, cuando calculan cuánto cuesta un bocadillo de la cafetería, un café, otra botella de agua. Y piensan que también ese hospital y esa vejez son provisionales, como el alzhéimer que ha consumido a su mujer durante nueve años, y que algún día (piensan) regresarán a su lugar natural, aunque ese lugar (quizás eso sí lo saben) ya no exista. 

Porque ya no existe el lugar que abandonaron hace sesenta años. Ya no pertenecen a él ni ellos, ni sus hijos, ni sus nietos. Las vírgenes han transformado la fe en superstición, en reliquia de un mundo antiguo, en pegatina que colocar al lado de la matrícula con tres letras. Los pasodobles ya no suenan en las bodas, y han sido sustituidos por King África y Beyoncé. Los polígonos han ido cerrando sus fábricas por la deslocalización y el mercado global. Y ellos, la generación trasplantada, vuelven a sus casas de Basauri, de Terrasa, de Vilanova i la Geltrú, de Paterna, de Sagunto, de Leganés, de Getafe donde han levantado pequeñas embajadas de La Mancha, de Extremadura, de Andalucía o de Aragón, y sacan dos o tres chorizos para cenar, y hacen una tortilla de patatas y tres o cuatro chuletas de cordero. 

No conozco ninguna novela escrita para ellos, quizás porque la historia los ha condenado a trabajos forzados para levantar ciudades y barrios. Toda su literatura han sido adivinanzas y poesías, Cartagena me da pena y Murcia me da temblor, Cartagena de mi vida, Murcia de mi corazón. Solo ha pervivido en ellos la cultura oral, las canciones de niños abandonados, chicas violadas y madres asesinas. Los villancicos de lobas y corderos. Cancionero viejo que ya no interesa a casi nadie, que ningún niño ha aprendido y que se perderá cuando se mueran. Como se perderá ese acento contagioso. Esas expresiones que son, en realidad, una actitud ante la vida. 

Y no habrá más literatura que los recuerde. Tampoco cuando suene Manolo Escobar, Antonio Molina o Marifé de Triana en alguna cadena de radio. Ya nadie pensará en volver al pueblo, y subir y bajar las cuestas, rodeados de girasoles y carrascas, y divisar al fondo la iglesia, la plaza de toros y las casas blancas. Evocar una estirpe, los nombres que se tragó la guerra. Nadie sabrá qué sintieron al abandonar aquel lugar, ni la primera noche en ese barrio rodeado de fábricas y descampados, ni el primer hijo, ni el primer coche, ni el primer nieto, ni la muerte hace ahora un año, cuando ya no tenían ni tiempo ni fuerzas para pensar en volver. Cuando todo había dejado de ser provisional sin saberlo, y se había convertido en definitivo.

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