Probablemente haya patrias sin cocina, pero no me cabe duda de que una cocina es una patria
Cuando Galdós habla de ellas, de las patrias, lo hace sin remitirse a expertos politólogos o constitucionalistas, para bajarlas en cambio a esa realidad, más modesta pero no menos verdadera, de “el surco regado con su sudor, la casa donde vivían sus ancianos padres o el huerto donde jugaban sus hijos”. Galdós incluso ve la patria en aquellas cocinas antiguas en las que, con la razón de la vida y el uso, el fuego lo mismo servía para preparar el puchero de la mañana, calentar al que llega arrecido a la casa o adormilarnos camino al sueño por la noche. Eran esas cocinas, sí, “en cuyas paredes ahumadas parece que no se extingue nunca el eco de los cuentos con que las abuelas (…) amansan a los nietos”. La casa nace en la cocina y es a la cocina a la que remotamente aludimos al poetizar sobre “el fuego del hogar” que nos reunía para la comida o el amor o contra el frío, quizá variaciones todas de un mismo tema. No es desagradable pensar que, con sus variaciones y sus tumbos, ese tema tan humano ha llegado hasta nuestros tiempos, sea en versión Gaggenau o en versión Ikea.
Quizá lo más hermoso del párrafo galdosiano sean sin embargo las palabras con que remite la patria, la pertenencia, a esos objetos “en que vive prolongándose nuestra alma”. Y si la cocina ha sido, imagino que para todos, escenario de pereza y felicidad infantil, objeto de razzias alcohólicas en busca del resopón o lugar para el café tras el amor, donde mejor se prolonga nuestra alma es en la consideración o el recuerdo de tantos sabores y tantos olores. Si se me perdona el recurso al caso personal, después de tres años lejos de mi ciudad y después de diez meses -maldito virus- sin pisar mi país, no es ya que la cocina sea una patria: termina por serlo la misma nostalgia, que cobra una dimensión perfectamente habitable. Es llamativo que tengamos a pensar que la nostalgia es algo así como una crema pastelera pegajosa, cuando el instinto del regreso o la vuelta a casa tiene fuerza suficiente como para empujar a Ulises a su Ítaca y su Penélope o para que Joachim Du Bellay suspire, desde la belleza de Roma, por ver desde lo lejos el humo de las chimeneas de su pueblo en uno de los poemas más bonitos que se han escrito jamás. Galdós habla de “el campo, el mar, el cielo; todo cuanto desde el nacer se asocia a nuestra existencia”. Que será modesta, pero es nuestra.
No tengamos miedo a reconocernos en nuestra memoria. Para uno será una magdalena empapada en té. Para una amiga mía de familia prestante fue volver a oler -tras décadas- un soplo de Château d’Yquem. Para otros será un Tigretón colado de matute en el carro de la compra. Da lo mismo. La memoria se nutre de todo, construye con todo: algo de esta intuición tenían los griegos cuando quisieron que la Memoria fuese la madre de las Musas. No hay creación sin recuerdo. La imaginación y la memoria son inseparables, cuando no son lo mismo. Y quizá por todo esto las heridas de la memoria -el mordisco lento y profundo de la morriña, el frío que a veces siente el extranjero- son fecundas.
Tomar distancia de lo propio, en todo caso, nos deja la ventaja de redescubrirlo. Habitante circunstancial de un país -Inglaterra- sin el punch constitutivo de las cocinas del aceite de oliva, lo que siempre me ha llamado la atención al volver a España es una cierta fiereza, un amor por la rotundidad en lo nuestro: pensemos en nuestras barras, rebosantes de encurtidos. Pimentón, ajo, adobos, sofritos, cebollas. Las proezas de ingeniería que -del pil-pil al all-i-oli- logramos hacer con unos chorros de aceite. Si para Jiménez Lozano, por pura cuestión de herencia y formación, Castilla era un país oriental, la mayor parte de nuestra cocina tiene algo semita, cuando no bíblico. Uno casi llega a entender a aquellos viajeros del XIX que, ante una buena olla, expresaban sus reticencias: estaban hechos a comidas más blandas -si se me acepta traducir así ese ‘bland’ con que los ingleses describen una comida tímida en sazón. Como sea, hay un impacto inesperado en que, a tu regreso, las cosas más simples -el olor de unas naranjas en su clima nativo, unas croquetas que alguien fríe en casa de la abuela- te vuelvan a llamar la atención -te devuelvan a un pasado que habías tomado siempre por natural.
Sí, en Londres, donde vivo, se come muy bien: días atrás, en un listado de las mejores cartas de vino, descubrí que el segundo restaurante mejor valorado está especializado en vino turco. Hay sofisticación, hay dinero, hay conocimiento y hay gilipollez. Por suerte, también hay desquites para expatriados como la paletilla o los salmonetes de Barrafina, las verdinas de Hispania, los arroces de Quique Dacosta en Arròs QD, o un Ibérica donde, por fin, pude probar, en plena Fitzrovia, los paparajotes de Murcia… No, Londres no es Islamabad: salvo ensaimadas como las de Can Joan de S’Aigo, puede encontrarse de todo. Y hay algo de consuelo en que, por fin, tengamos capacidad empresarial para proyectar nuestra cocina con calidad y ambición y sin que el lugar parezca un set de grabación de Curro Jiménez.
Pero hay algo que -caprichos del desarraigo- aún falta: cuando te han traído los mismos olores y sabores, falta eso que comentábamos antes, la naturalidad de la vida y el uso. Recuerdo ahora mi calle, Menéndez Pelayo, y su glorioso via crucis de bares: Arzábal, el Sanchís, el Martín, que hoy domingo a la una y media darán brillo de cerveza al mediodía en la orilla del Retiro. En esos aperitivos, en tu calle, con los tuyos, también, lo sé ahora, “vive prolongándose nuestra alma”.