juntos frente a la pandemia

La solidaridad como la forma más básica de la inteligencia

A pesar de ciertos mensajes espeluznantes, la solidaridad de esta sociedad, y cómo no, de la hostelería, se impone

17/04/2020 - 

 Solidaridad viene de sólido, de firme, de compacto, de entero. Frente al rata contagiosa, y al querido vecino, entre aplauso y aplauso, te decimos: múdate bien lejos, se multiplican los gestos de solidaridad, es decir, los gestos de firmeza, es decir, la entereza de aquellos que no se deshacen ante la sosa cáustica del pánico, de los que no se cagan y salen corriendo.

Me gusta la etimología porque nos devuelve algo de cordura primigenia, un poco en la línea de aquella hermosa frase de Anne Sexton: un escritor es alguien que, de un mueble, te hace un árbol.

Hoy, más que nunca, mantenerse erguido y firme como un árbol se hace necesario. La metáfora de la sociedad como un cuerpo gigantesco, un único cuerpo con multitud de ramas que alimentar y cuidar, prevalece sobre el resto.

Y en ese sentido, las muestras de solidaridad, también de uno de los sectores más duramente golpeados por esta pandemia, el de la hostelería, están siendo numerosas.

Fueron los bares los primeros en cerrar y serán los últimos en abrir. Justo lo contrario, paradójicamente, de lo que sucede en tiempos de calma: eran los últimos en cerrar y los primeros en abrir.

Y a pesar de eso, crecen las iniciativas solidarias, como la impulsada por el chef José Andrés, fundador de la World Central Kitchen, una organización sin ánimo de lucro, dedicada a ofrecer comidas a los más necesitados, y que ha hecho nido en nuestra ciudad de la mano de Germán Carrizo y Carito Lourenço, en colaboración con el Banco de Alimentos de Valencia.

Food4heroes por su parte ha conseguido aunar el esfuerzo de varias empresas de alimentación y restaurantes para llevar comidas preparadas a los sanitarios que trabajan en hospitales y centros de salud, con la ayuda de Correos.

Son muchos los cocineros que se ofrecen estos días desde sus perfiles en la red para cocinar desinteresadamente. Muchos los vecinos dispuestos a hacerles la compra o limpiarles la casa a los que tienen que trabajar en hospitales o supermercados.

Y es que hoy, a pesar de la magnificación de un puñado de mensajes inhumanos, vivimos en un mundo infinitamente mejor que cualquier otro para afrontar una pandemia.
Estoy segura de que las sociedades que nos precedieron se comportaron en conjunto de una forma más brutal y estigmatizadora que la nuestra.

Daniel Defoe, en El año de la peste, relataba las crueles prácticas de aislamiento adoptadas entonces, por las que se encerraba a personas sanas junto a moribundos, colocando guardias en sus puertas, condenándolos a una muerte segura.

En 1656, el arzobispo de Nápoles prohibía a los curas abandonar sus parroquias mientras él corría a refugiarse al Convento de SanTelmo, lejos del peligro.

Martin Lutero relató cómo sus conciudadanos huían de la ciudad de Wittenberg, abandonando sin piedad hasta a sus propios hijos.
 
A un leproso no podía uno ni acercarse con una pértiga, aunque la enfermedad no fuera ni mucho menos tan contagiosa como se creía. Y de nuevo la etimología marcando el paso, peste y pestilente dándose la mano.

“Uno a uno, todos somos mortales. Juntos, somos eternos”

Frente a esto, firmes ilustres como sor Juana Inés de la Cruz, que contrajo la peste en México en 1695 cuando atendía a las compañeras monjas del convento de San Jerónimo, lo que la llevaría a morir a los 46 años de edad a causa de la enfermedad.

Frente a esto, una legión de anónimos mostrando solidaridad y entereza, hoy más numerosa que nunca.

Que el miedo y la histeria pueden derivar en estigmatización de minorías y la cuarentena en una herramienta de exclusión, es una lección que ya aprendimos y que convendría no repetir.
Lo de que la culpa es del chino no es nuevo. Antes, la culpa de la sífilis fue de América, la de la lepra de la India, la de la gripe española de España, valga la redundancia.

El miedo impulsa a buscar culpables con rostro. El miedo, que no deja de ser una forma de egoísmo, la más dañina para uno mismo.

Y no, la solidaridad no va de juntarse unos cuantos poetas y componer versos mediocres, no es un maquillaje en polvo para vernos más guapos frente al espejo, sino una de las formas más básicas de la inteligencia, puesta al servicio de la supervivencia.

Afortunadamente, en el cómputo general, siguen contándose muchos más solidarios que insolidarios, muchos más firmes que deshechos. Más que nada, porque el día que la tendencia se invierta, la humanidad dejará de existir, se irá al garete sin más. “Uno a uno, todos somos mortales. Juntos, somos eternos”, decía Apuleyo, hace algo así como un millón de años.