Hoy es 7 de octubre
VALÈNCIA. En los últimos meses se ha hablado mucho de nuestro querido Museo de Bellas Artes por cuestiones poco saludables, así que vamos a desquitarnos y vamos a hacerlo sólo de arte. Porque nuestra pinacoteca es un tesoro que ahí está, para que lo disfrutemos; al menos, hasta en los momentos menos buenos tengo esa percepción. La última vez que estuve de visita, hace una semana exactamente, se me ocurrió pensar en esas obras que aprecio personalmente, pero que no suelen estar entre las más icónicas. Es decir, un listado en el que no va a estar el esencial autorretrato de Velázquez, el fantástico retablo de San Martín, obra de Gonçal Peris, el fabuloso San Sebastián de Ribera, la tabla de “Los Improperios” que podría atribuirse al Bosco perfectamente, “Las bodas místicas del venerable Agnesio”, obra maestra de Juan de Juanes o el excelente retrato ecuestre de Francisco de Moncada obra de Van Dyck (en su recta final de restauración), entre otras. Hoy les propongo una visita al museo en la que buceen más allá de estos cuadros que solemos ver en todos los catálogos y que aparecen en google cuando escribimos “Museo de Bellas Artes de València”, y elaboren su clasificación personal. En algunos casos, incluso, serán obras que pasen un tanto desapercibidas para la mayoría de los visitantes, sin embargo, son sus obras y eso es suficiente. Aquellas cuya contemplación les producen un placer especial, esas que les invitan a indagar más en su autor, a reflexionar y esas sobre las que vuelven una y otra vez. Mis diez de hoy son estas, mañana pueden ser otras. Verán que hay muchas ausencias, y juzgarán como inconcebible que no esté Goya, Velázquez, Ribalta, Juan de Juanes, Espinosa, Vicente López y otros tantos enormes artistas, pero es precisamente el propósito de este listado abierto: obras poco conocidas de artistas que, en algunos casos, son un tanto ignotos para el gran público.
1.- Fernando Yáñez de la Almedina (ca.1475-1536), “Aparición de Cristo resucitado a la Virgen”. No es algo que se haya demostrado fehacientemente, pero Fernando Yáñez pudo trabajar junto a Leonardo Da Vinci en los frescos de la batalla de Anghiari, lo que puede explicar las claras influencias formales del genio florentino en su pintura. Esta pequeña tabla me parece un milagro de contención emocional y de congelación del tiempo. Hay algo en la atmósfera de esta escena que la hace especial: todo está milagrosamente en su sitio y no se puede decir más con menos recursos y elementos visuales. La Virgen, ensimismada en oración, aceptando el milagro de la Resurrección tiene un aire a lo que Sassoferrato con esa diagonal respecto al espectador pintaría mas de un siglo después. Mientras, Jesús, un tanto se muestra de perfil recortado sobre el fondo. El cromatismo de la escena es sobrio y elegante, el entorno es frío para no distraer la mirada.
2.- Michel Coxcie “San Pedro”. A este artista, por el que tengo especial predilección cuando lo descubrí en una visita al Escorial, se le llamó el Rafael de los Países Bajos por ese cierto estilo italiano que tienen sus pinturas. Esta imponente tabla, fue propiedad de Felipe II y estuvo colgada en el Escorial. “Descubierta” y adquirida por un anticuario en un domicilio de nuestra ciudad hace un par de décadas fue adquirida por D. Pere María Orts, formando parte del conjunto de obras donadas por este a la Generalitat. Me gusta especialmente el tratamiento monumental del santo y el lujo cromático de la túnica en un color rojo sedoso que no es habitual en las representaciones de San Pedro. El tratamiento del paisaje exuberante y profundo, propio de los pintores flamencos y la paleta de colores empleados hacen de este San Pedro un cuadro de gran belleza formal más allá de su temática. Siempre he pensado que a Coxcie, más allá de la devoción religiosa le envolvía la necesidad de hacer obras de arte de gran belleza y esta es indudablemente una de ellas.
3.- Joaquín Sorolla (1863-1923). “La esposa del pintor” (1897-98). Una obra de gran delicadeza con un tratamiento de la luz que nos da a entender que Sorolla podía hacer lo que quisiera. La magistral composición es de gran sensibilidad haciendo dialogar a su querida mujer (siempre que la retrata se transmite esa “devoción”), con una reproducción de la Venus de Milo que coloca en una mesa y sobre la que incide la luz que penetra en la estancia por un ventanal. No es casual esta “intromisión” escultórica, pues Sorolla enfrenta ambos perfiles precisamente para ensalzar la belleza de Clotilde. Otro detalle magistral que rompe con la reducida gama de color de la obra es el pequeño buqué de flores en amarillo que coloca en el centro de la escena. No es un cuadro al uso del maestro valenciano poco dado a escenas de interior, remitiéndome personalmente a artistas del ámbito francés. Un verso suelto en la colección del museo copada, desafortunadamente, salvo algunas excepciones, por retratos de la sociedad valenciana.
4.- Francesco de Mura (1696-1782) “Aquiles con las hijas de Licomedes”. No es un cuadro especialmente singular, pero es irresistible por su gran perfección decorativa que el pintor napolitano logra a través de un empleo propio del rococó de los tonos pastel conseguido con el óleo más diluido de lo habitual. Con ello el artista consigue esa belleza idealizada y rebosante de lujo. La técnica es desbordante en el tratamiento de las telas que cubren los cuerpos casi en su totalidad. No hay anatomías, hay moda clasicista en todo su esplendor. La escena de carácter mitológico parece una representación teatral.
5.- José de Ribera (1591-1652). “Heráclito”. Siento debilidad por Ribera, lo reconozco, me parece un artista milagroso, así que no podía faltar este setabense, de reconocimiento universal, pero que pienso que todavía no está todo lo valorado que merece. Si Caravaggio crea el tenebrismo, Ribera lo lleva más allá, a terrenos que nadie ha sido capaz de llegar. Este “minimalista” Heraclito es la viva expresión, en carne y hueso, del pesimismo. Se trata de una obra en la que únicamente emergen de la oscuridad un rostro envejecido, triste y abatido, unas manos que sostienen un libro viejo en el que se contiene el pensamiento del filósofo y un legajo en una esquina. No hay nada más, pero hay un mundo. No sabemos de dónde viene la luz que ilumina la escena, pero no importa. Es interesante comparar el San Pedro de Coxcie con esté filósofo Riberesco.
6.- Massimo Stanzione “Santa Águeda”. En La leyenda dorada, Santiago de la Vorágine nos cuenta que el emperador Decio, en el siglo III, ordenó que despojaran de sus senos a la santa al comprobar que tras ser ingresada a la fuerza en un lupanar seguía conservando su virginidad. Tras ello, Santa Águeda tuvo una visión por la que San Pedro le curó sus heridas. Aunque Stanzione sitúe al santo fuera del cuadro, ofrece poca duda que la santa, todavía con la sangre, discretamente representada, está experimentando esa visión. La mirada de la santa es de esas cosas que se quedan grabadas. Es una escena en el fondo terrible por lo sucedido, que Stanzione convierte en un cuadro con una fuerte y humanizada carga erótica-el rostro de la santa no refleja precisamente dolor- con esos hermosos hombros al aire sobre los que incide una luz caravaggiesca, y esa posición de las manos que nos recuerda a una Venus púdica. Son de esas obras, dignas de las mejores colecciones del mundo, que uno se alegra de que estén en las paredes del museo de su ciudad.
7 y 8.- Asensio Juliá “El naufrago” y “El ajusticiado”. Lo que me suele llamar poderosamente la atención es que estas dos pequeñas obras tan dramáticas, terribles y desoladas, sin embargo tengan un tratamiento del color tan hermoso y atractivo del paisaje en que Juliá las sitúa. Como es fácil de apreciar, estos dos pequeños cuadros son ejemplo de lo mucho que le debe Juliá a su maestro, Goya, y estos óleos son dignos de la mejor producción del genio de Fuendetodos. Expresionismo y modernidad a través de una cierta abstracción de las figuras en posturas poco convencionales, las hace especialmente atractivas. Aunque las formas están definidas a base del color, sin embargo se desprende un dibujo subyacente de gran maestría y soltura.
9.- Pedro Orrente (1580-1645), martirio De Santiago el Menor. El primer barroco español en su mejor expresión: una obra impresionante en la que a pena hay espacio para las figuras que transmite inestabilidad, abigarramiento y monumentalidad de las figuras. Un dramatismo teatral caravaggista del que somos espectadores, a través de una compleja composición con configuras que dan la espalda al espectador, lo que sería un rasgo de la pintura del pintor murciano, pero muy vinculado a València en la que fallece, que nos lleva a pensar que Orrente fue un pintor capaz de lo mejor (véase sino el San Sebastián de la Catedral de Valencia).
10.- Antonio Muñoz Degrain (1840-1924). El desfiladero de los Gaitanes (1913). Un ejemplo entre otros muchos en el que impresiona la sobrecogedora naturaleza que se muestra en los lienzos del pintor valenciano y la capacidad que tuvo para renovar el lenguaje del paisaje a través principalmente del color. La grandeza, como en otras obras paisajísticas la consigue colocando elementos, en este caso unas cabras que dan escala de las dimensiones del lugar.
Quizás si hiciera esta lista el mes que viene cambiaría algunos cuadros e incluiría otros que me fascinan como el martirio de San Bartolomé de Luca Giordano, las tablas sobre Adán y Eva de Van der Stockt, el bodegón con cerámica de Yepes, el “piombesco” encuentro del Nazareno con la Virgen de Ribalta, el extraordinario retrato de Francisco Bayeu obra De Goya, la María Magdalena de Orrente, o la calavera de Juan de Juanes entre tantos cuadros extraordinarios que alberga un museo que no se acaba nunca.
Dentro de la colección, comprendida por más de 73 piezas, se encuentra Yo soy el pan de la vida, el Sorolla más grande que ha salido a la venta (415cm x 532cm sin marco) sin tener en cuenta las obras del catálogo de la Hispanic Society