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'Las niñas prodigio' de Sabina Urraca: personas, personajes, ficciones y verdades

Fulgencio Pimentel publica esta historia de edades en la que emigrados vascos, Bertín Osborne, Nadia Comăneci, niños de un valle, extraterrestres y luces lúbricas comparten espacio tragicómico

25/09/2017 - 

VALÈNCIA. Cuando Punky Brewster fue abandonada en un centro comercial de Chicago, a mediados del mes de septiembre del año orwelliano de mil novecientos ochenta y cuatro, solo contaba con su ropa de colores, un cachorro de nombre Brandon, y su poderoso ingenio de niña superviviente. Fue ese instinto de sacarse las castañas del fuego la que la llevó a buscar un apartamento vacío, entrar furtivamente por una ventana y hacer suyo ese sillón raído en el que por fin se sienta, descansa y pronuncia las primeras palabras que le escuchamos, dedicadas a su perro: “Well Brandon; another day, another dog”. La serie terminaría cuatro temporadas después volviendo a Brandon, esta vez para casarlo con Brenda, la golden retriever de la que se enamora; entre tanto, fuimos testigos de cómo Punky, pícara, al margen de los cánones y especialista en subvertir la norma, cambió paulatinamente la vida del cascarrabias Henry, fotógrafo y administrador del edificio en que se cuela la niña, quien no solo acaba acogiéndola, sino que la adopta legalmente en uno de los episodios más memorables de la serie, e incluso, más tarde, para cumplir el sueño de su hija, cambia de aires laborales y abre una hamburguesería, el Punky's Place.


La serie se marchó dejándonos a una Punky Brewster adolescente, inmersa en conflictos muy distintos a los que se esforzaba en resolver durante las primeras temporadas, todos ellos propiciados por una constante que marca el destino de todos los seres vivos -a excepción quizás de alguna medusa-: el crecimiento. Desde que nuestra experiencia en esto de existir se basa en una huida hacia adelante a toda prisa y sin frenos, los cambios que vamos sufriendo, cómo los gestionamos y las situaciones en que estos nos colocan, han sido una fuente inagotable de material en torno al que pensar, sentir y por supuesto, escribir. Las niñas prodigio, primera novela de la escritora y redactora Sabina Urraca (San Sebastián, 1984) publicada por Fulgencio Pimentel, no tiene vocación de explicar este proceso, pero sí se mueve a lo largo de él para narrar las vivencias de una plantilla de personajes que van de un niño kazajo de nombre Podjani Stanko Iereslava aparecido en Lluvia de estrellas, hasta el niño y después joven Chori, habitante de una aldea de Galicia aficionado a El desván de El pequeño País, pasando por las distintas edades de la protagonista, el eje en torno al cual se vertebra toda la historia, que se prodiga en las caras be de lo que según se nos dice, es correcto sentir durante la infancia y la adolescencia. Sin vocación de guía y sin aspirar a ser referente de nada, e intercalando drama con humor -tronchante el pasaje de El venao-, en la ficción de Las niñas prodigio hay mucha honestidad y mucha verdad, haciendo honor a aquello que aseguraba el escritor austriaco Peter Handke: “La invención y la ficción son la verdad”.

Respecto a esto, dice Urraca: “yo sólo he sido honesta en cuanto a mostrar los recovecos mentales de un personaje. Es cierto que muchos de esos recovecos (hablo de recovecos, no de vivencias) son míos, pero mi novela no es una autobiografía, ni un intento de retratar el lado más crudo de la infancia, ni de sentar cátedra sobre cómo son esos años en realidad. Son unos personajes concretos haciendo cosas, discurriendo por la vida, y enredándose en esa crudeza. Pero, obviamente, eso no significa que crea que la infancia es así, porque lo cierto es que no tengo ni idea de cómo es la infancia”. Cuando la ficción está tan bien elaborada como en Las niñas prodigio, donde hasta el personaje más secundario es tratado con respeto y se hace recordar, se tiende a hacer pasar por cierto lo que es pura imaginación, o a tratar de desenredar lo que es ficción de lo que es real, como si ficción y realidad fuesen dos ovillos entremezclados: igual que no es posible dividir el agua caliente y la fría de un chorro tibio saliendo del grifo, no tiene sentido esforzarse en adivinar de dónde procede cada palabra de una historia. Sin embargo, una cosa es lo que ocurre de portadas de cartoné para adentro, y otra asumir que quien firma el libro -o unos artículos, o una serie de posts en una red social- es solo lo que creemos que es por lo que publica. En ese caso sí que es conveniente pensar un poco:

“Antes era más sencillo, porque no mostraba mucho mi cara en redes, y podía estar en un mismo sitio con gente que sabía que me leía, viéndolos a ellos pero sin ser identificada (hasta que les decía el nombre, claro). A veces me inquieta que la gente que me lee tenga la sensación de conocerme perfectamente leyendo mi libro o mis artículos y posts de Facebook. Es algo que reconozco que me violenta, que no se den cuenta de que hay mucho de personaje en esas historias que cuento en redes sociales. Dada esta sensación de familiaridad, a algunas personas les parece normal proponerte quedar. Y claro, no es que no quiera quedar con desconocidos majísimos, pero es que no tengo tiempo de currar, quedar con mis amigos de verdad y estar sola (que es algo que necesito brutalmente). Es muy difícil pararle los pies a alguien que cree ser muy amigo tuyo simplemente porque tiene la impresión de que le has contado muchos secretos a través de tu muro de Facebook. No sé, supongo que a mí también me pasará con gente que sigo. Es algo en lo que es fácil caer.

Debemos tener algo clarísimo: las redes son instrumentos de ficción. Son magníficas para crear nuevos mundos, pero no para retratar la realidad. Lo que más tristeza me ha causado es el tener detrás a un hater claramente jodido y deprimido echándome mierda con envidia, creyendo que mi vida era puro éxito y contratos editoriales millonarios, mientras yo estaba en el peor momento de mi vida, quizás más jodida que él. Esas cosas en redes no las muestro. Porque Facebook me sirve precisamente de evasión, no de espejo. Hay que tener muy claros, más que los límites de los demás, los tuyos propios. Debes saber qué contar y qué no contar”. Instrumentos de ficción, y a veces, también campos de tiro, al plato, a la persona o a la obra. Con todo lo fantástico que tienen las redes sociales, con todo el potencial para generar sinergias, en demasiadas ocasiones son la letrina donde arrojar lo peor de uno mismo. ¿Cesará en algún momento la histeria colectiva?

“Lo cierto es que somos todos tirando a mediocres, que nos cuesta bastante tirando a mucho pensar por nosotros mismos. Veo muy pocas ideas genuinas, casi ninguna opinión largamente meditada. Realmente, nos merecemos lo peor. En general, me salto los comentarios de la gente que opina. Valoro más el humor, las historias, la autocrítica cómica, el nihilismo. El año pasado me fui de Facebook en un momento en el que la cosa se fue de madre, y empecé a recibir tantas pedradas que sentí que me agotaba. A los meses volví. Ahora vivo momentos jodidos; no me da la vida para responder a la gente que me escribe, y eso me agobia y me apena. Hace una semana decidí irme de Facebook, pero lo cierto es que es complicado. Soy consciente de que muchas revistas, además de contratarme por los artículos, me quieren porque genero visitas, porque comparto en redes. ¿Cómo seguir adelante con mi trabajo y mi personaje sin Facebook? Estos días me lo estoy preguntando. Igual cuando explote el internet me pilla a mí dentro, igual no. No sé”.

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