Las consecuencias son evidentes: la capacidad de concentración es inversamente proporcional al consumo de redes sociales. Los índices de infelicidad, de frustración, hablan de generaciones de jóvenes sumidos en la apatía, en la derrota antes siquiera de comenzar a vivir. El superyó social no para de pisar alfombras rojas, de viajar a destinos paradisiacos, de conducir lambos, de ganar dinero a espuertas, de cumplir aquello de si trabajas de lo que te apasiona, nunca trabajarás. Mañana ya es tarde, tiene que ser ahora. No hay mente que aguante semejante ritmo. Son muchos los estudios que hablan de ello. El que hoy nos concierne se llama La vida intensa. Una obsesión moderna, del francés Tristan
Garcia (así, sin acentos), y lo publica Herder con traducción de Antoni
Martínez
Riu. Si bien el título parece anticipar lo que vamos a encontrar, el ensayo no resulta ser tan obvio: el autor comienza con el descubrimiento de la electricidad y desde ahí avanza a través de los arquetipos intensos de diferentes eras: el libertino, el romántico, el rockero. El desarrollo de la intensidad científica evoluciona durante medio libro de ensayística dura, que finalmente desemboca en el presente en un texto que juzga poco: prima el análisis, el contexto, la exposición. Con todo lo que ya sabemos, inevitablemente, nos ubicamos en el desagrado. Son brillantes las paradojas que evidencia Garcia: la búsqueda permanente de la intensidad provoca un efecto adverso. La necesidad de llevar el listón cada vez más alto se estrella con la realidad: cualquier cosa se convierte en costumbre. El equilibrio es imposible en esos términos: o lo uno, o lo otro. El influencer, como el atleta, no es capaz de progresar en el eje de la intensidad indefinidamente. Hay récords que nunca llegarán.
En última instancia, agotados, entra en escena el rebote. Anhelamos lo contrario. Nos ha vencido la intensidad: “Ahora estamos atrapados. A la rutina de la variación no podemos responder variando una vez más, ni siquiera variando de una manera diferente, porque la rutina no sabe de tipos o maneras. Solo se refiere a la forma del fenómeno: no importa, a la larga, de qué manera algo cambia (lo cual es el objeto de la inteligencia de la costumbre), sino solo si algo cambia o no lo cual es el objeto del sentimiento de la costumbre). Para eludir la rutina de la variación es necesario confiar en la astucia de nuestro hombre intensivo que, si no consigue modular musicalmente las intensidades, decide aumentarlas o incluso acelerarlas. Cuando constata que eso no ayuda, a la larga, a variar los placeres, las formas, los ritmos, las experiencias para mantener la intensidad que sea, solo le queda acentuar esa percepción, hacer que sea cada vez más fuerte ese placer”. Cuando eso a la larga deja de funcionar, volvemos la mirada a la sabiduría o a la salvación, y también a un ritmo menos diabólico, más humano (del de antes), pero no sabemos, se nos ha escapado el punto montados cómo vamos en el tren bala. Se llenan las estanterías de nature
writing. Walden, sí, pero se llenan. Se publica intensamente. Se habla de otra forma de vivir, sí, en vídeos de 15 segundos a un eterno minuto. La intensidad es la norma en una época aceleradísima en que cada día, se nos dice, es histórico, generalmente a mal. ¿Podemos reducir la intensidad, abrazar el sosiego, descartar las bebidas con guaraná o taurina, superar por fin esa mentira muchas veces repetida que otorga un valor casi místico a las primeras veces, siendo que, no cabe duda, no son por necesidad mejores que otras, como las segundas, las cuartas, o las que llegan en el momento justo, como cuando un día, paseando por las mismas calles o caminos de siempre, de pronto vemos una realidad mil veces vista con otros ojos, y nos invade una extraña sensación de plenitud que nos reconcilia con la idea de que busquemos lo que busquemos y hagamos lo que hagamos, la vida nos reserva una última paradoja, una última primera vez.