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CRÍTICA DE CINE

¿Qué significa ‘glitch’?

Jodie Foster, la niña prodigio de la industria, recita la parábola del capitalista concienciado con ‘Money Monster’, protagonizada por unos correctos George Clooney y Julia Roberts

8/07/2016 - 

VALENCIA. Fue el 6 de septiembre de 1991 en el Festival de Toronto, hace casi 25 años, que la hasta entonces actriz Jodie Foster se presentó por primera vez en público como directora. Lo hizo con una película modesta, El pequeño Tate, naíf y amable, que evidenciaba dos cosas: su inteligencia y su pragmatismo. Consagrada ya como actriz con dos Óscars (Acusados y El silencio de los corderos), Foster apostaba por una cinta de bajo presupuesto para su debut como realizadora, con una trama que le era próxima (los desconciertos de un niño prodigio) y para la que no dudó en usarse a sí misma como reclamo, coprotagonizando la película aunque el peso de la historia recayese sobre un niño, Adam Hann-Byrd, quien después salió en Jumanji y prácticamente ha desaparecido de la escena cinematográfica.

Un cuarto de siglo después Foster vuelve a las carteleras como realizadora con su cuarta película, Money Monster, un film que desde esta semana se puede ver en España en salas comerciales. Aunque el largometraje cuenta con dos estrellas como George Clooney y Julia Roberts y es la película más cara de todas las que hasta ahora ha dirigido, su presupuesto de 27 millones de dólares no es precisamente una apuesta arriesgada. Más bien al contrario, al inicio de su explotación, con más de 87 millones recaudados en todo el mundo, Money Monster se ha convertido ya en un producto rentable, lo que afianza si cabe aún más la posición de Foster en la industria.

Jack O’Connell escucha las indicaciones de Jodie Foster.

Cómodamente instalada en el estatus de estrella, la californiana no se ha conformado con ser sólo actriz, aunque tampoco ha forzado nunca la máquina. Estudiante del Liceo francés de los Ángeles, licenciada en Literatura por la universidad de Yale, su prudente y nada ególatra carrera se resume en que en dos décadas y media apenas ha dirigido cuatro films y cuatro episodios de tres series (Cuentos desde la oscuridad, House of Cards y dos de Orange Is the New Black). No tiene prisa. No ha apretado el acelerador.

Y esa cautela gusta hasta el punto de contar con el beneplácito de la industria. Sin ir más lejos, apenas se estrenó Money Monster en EE.UU., Rory Bruer, presidente de distribución de Sony salió a la palestra para defender y vanagloriarse de los resultados obtenidos por una película que, con sus defectos, es una apuesta adulta en una época en la que las grandes firmas sólo juegan sobre seguro y con historias de corte simple.

Con todo, no es tan fiero el león. Tras su aspecto de largometraje serio y concienciado, con canción de Bruce Springsteen en el tráiler incluida, Money Monster tiene más de ejercicio de estilo, de solvente producto profesional, que de trabajo creativo singular. De hecho, es de largo la película menos personal de cuantas ha dirigido hasta la fecha la actriz. Igualmente, es la menos rebelde de todas ellas, la más convencional, pese a estar disfrazada de film de denuncia. 

Parte de la confusión viene derivada de su sugerente premisa argumental. Un presentador de televisión, Lee Gates, encarnado por George Clooney, es secuestrado en su estudio en directo por el joven Kyle Budwell, interpretado por Jack O’Connell. El muchacho ha perdido todo el dinero de su familia tras una mala inversión que aconsejó Gates en su programa y quiere explicaciones, respuestas. Desde la cabina de realización, la productora Patty Fenn, interpretada por Julia Roberts, intenta transmitir calma y resolver la situación. Toda la acción transcurre en prácticamente tiempo real, en un solo día, en apenas unas horas. Es una especie de regreso a las famosas tres unidades aristotélicas, con un espacio (la ciudad de Nueva York), una trama (saber por qué la inversión que recomendó Gates ha fracasado) y un tiempo (una única jornada). 

Obviamente Money Monster no se ciñe estrictamente a estas tres unidades. De hecho sólo respeta la de tiempo. La de espacio la rompe con pequeñas salidas al extranjero, en un recorrido que abarca cuatro continentes y que, además de aportar una cierta alegría visual, después tiene sentido dentro del desarrollo del argumento principal. La de la acción la incumple con una historia paralela, la de la relación profesional-personal entre los personajes de Clooney y Roberts, que se convierte en el enganche que usan los guionistas para demostrarnos que, como exigen los cánones, los personajes se han transformado tras los sucedido. El verdadero arco dramático se encuentra aquí.

Detalles como ese son los que precisamente demuestran que el supuesto tamiz de crítica de la película es secundario. El personaje del héroe airado, del hombre común enfurecido, no tiene la intensidad del desquiciado D-Fens que interpretó Michael Douglas en Un día de furia (1993, Joel Schumacher). Resulta difícil empatizar con él. Desde prácticamente el principio, con sus intervenciones surrealistas (“¿Dónde quieres que me ponga?”), Kyle queda reducido a un papel secundario, casi grotesco. Su discurso, poco menos que cuatro comentarios sueltos, muy atractivos en el tráiler pero sin ligazón, minimizan aún más su peso dramático. Por si fuera poco, la posterior intervención de su novia, extemporánea, mengua aún más la emotividad del film y del personaje, aunque dé lugar a uno de los momentos más cómicos de la función.

“¿Qué significa glitch?”, grita histérico el joven Kyle. Sí. ¿Qué significan esas palabras que uno desconocía su existencia pero que son las causantes de sus males? Y quien dice glitch podría decir prima de riesgo. ¿Qué significan? No hay respuesta. No porque el guión toma otros derroteros. El síndrome de Estocolmo tiene dos direcciones, ya que desde la aparente comprensión de los motivos del secuestrador, víctima del sistema, lo que se pretende sobre todo es reflejar la sorpresa y el hartazgo de los buenos capitalistas, hombres y mujeres de negocio que toman cervezas por la tarde en bares, productoras de televisión que dirigen programas sobre Wall Street, personas honradas que están disgustadas por las prácticas poco éticas de unos cuantos que han agravado esta interminable crisis. Money Monster está narrada desde este punto de vista. No hay alternativa. Como ha admitido la propia Foster, ella sigue creyendo en el capitalismo y eso se nota. 

Todo se resume en que al final hay buenos y malos y lo que en apariencia era un argumento que podría haber ofrecido una interesante gama de grises, apuesta de manera decidida por la simplificación a la manera del éxito John Q (2002, Nick Cassavetes) que protagonizó Denzel Washington. Es sólo la pericia como directora de Foster, su capacidad de mantener el ritmo de la historia, la que hace que el castillo de naipes se mantenga en pie, la que consigue dar forma a este drama en directo que debe mucho a Network, un mundo implacable (1976, Sidney Lumet). Es aquí donde entran en juego otros elementos relevantes del cine, más técnicos, en apariencia más secundarios, pero fundamentales para que el artificio sea ameno. 

Al principio parece que se esté viendo una especie de El negociador y al final lo que se está contemplando es una intriga que debe más a filmes de acción como 16 calles que a largometrajes como La gran apuesta. Chistes chuscos que recuerdan a los pedos que se le escapaban a Geraldine Chaplin en A casa por vacaciones, varios de trazo grueso como el uso práctico de una crema eréctil, se combinan con ingeniosos golpes de efecto como la presentación de la novia de Kyle, los mentados momentos cómicos, y otros que despiertan la curiosidad. Si uno no se sale de la película es porque no puede apartar la mirada de la pantalla. Siempre parece que va a pasar algo. Algunas cosas, las más, son predecibles; otras, las menos, no. Y antes de que se dé cuenta, el espectador llega al final.

Hay incluso coherencia narrativa dentro de la breve filmografía de Jodie Foster. Como sus otras tres películas, Money Monster trata ese tema tan querido por ella que es el de las crisis espirituales. No logra ni de lejos la fuerza de la desasosegante El castor, por citar su precedente, pero encaja en su imaginario políticamente correcto, en el cual la confrontación es accesoria. Como muestra, un botón: pese a las inevitables similitudes entre el personaje real del polémico Jim Cramer y el Gates de ficción, Foster ha manifestado urbi et orbe que la tierra no es redonda, el cielo no es azul y el personaje de Clooney no está inspirado en el presentador de Mad Money; pero en la realidad hasta imitan el timbre en el decorado.

No es de extrañar. Desde que fuera nominada por Taxi Driver (1976, Martin Scorsese), Foster se ha significado por la discreción y un comportamiento público impecable. Su emotivo discurso durante el homenaje que recibió en los Globos de Oro y en el que hizo público que es lesbiana, el hecho de que acudiera al rescate de su amigo el errático Mel Gibson con El castor en las horas más bajas del actor y director, sus intervenciones como personaje comprometido, han hecho de ella la más digna sucesora del cetro de la progresía que en otro tiempo encarnó Robert Redford. Con todo, nunca se ha destacado por ser una personalidad agresiva, incisiva, de ahí que no cupiese esperar en Money Monster la áspera acidez de Tarde de perros (1975, Sidney Lumet). 

Su mundo es otro, más contenido, formal. Y esa manera de desenvolverse se puede percibir en la película. Por eso, aunque es cierto que Money Monster se queda a mitad camino de sus propuestas iniciales y acaba siendo sólo una película de entretenimiento, cabe resaltar lo positivo, como que logra al menos retratar aunque sea tangencialmente la deriva desquiciada de nuestro tiempo, el colapso de un sistema en el que la justicia poética sigue siendo una entelequia y, sobre todo, que lo hace sin aburrir. Algo muy de agradecer. No es mucho, pero basta.

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