Cocinar por primera vez como toda la vida

Nugaeta de rap, una oda de amor al rape de playa

Fui al barrio del Cabanyal y me vine con la receta de un plato espectacular, más dos de regalo. Los lugares en los que ocurren estas cosas tienen que existir siempre

15/01/2021 - 

Dicen del rape que es un pescado feo. Su cabeza es como la de alguien a quien le ha caído encima una plancha de acero de tres toneladas cuando empezaba a sonreír para una foto. Pero yo me quedo con esta otra frase: la belleza está en el interior. El rape es bello por dentro, como una metáfora literaria. O como la cartera de alguien con mucho dinero. Tengo que hablar de dinero, para desmentir que el rape sea un producto caro. Al menos, antes, no lo era. O, al menos, no lo eran los rapes que utilizaban para preparar la nugaeta de rap. Eso es lo primero que me cuenta Marisa Villalba, “la nugaeta era un plato de aprovechamiento. Los pescadores descargaban en la lonja los ejemplares de tamaño grande, y los más pequeños se los llevaban a casa, porque no se vendían”. ¿Y qué hace una familia de cinco o seis miembros con trescientos gramos de rape? Juntarlo con patatas y hacer un guiso. Porque, ¿qué es si no nugar en valenciano? Atar, unirse.

Marisa trabaja en una farmacia, aún no ha cumplido los cincuenta. Marisa sabe mucho de cocina —fue su madre, es su madre, quien le ha enseñado a relacionarse con una manera de cocinar—, con platos ligados a la materia prima y llegaban del mar, de la huerta o del matadero. Tuvo un abuelo marinero, “que fue maquinista en una embarcación pesquera. Conocía muy bien la cocina de barca”. Me lo cuenta de una manera que sé que me gustaría comer ese tipo de platos a diario, a pesar de que fui un niño que rehuía la merluza y las sardinas y el bacalao frito.


Lo que está claro es de que la nugaeta de rap es una receta original marinera, más concretamente de la cocina del Cabanyal. Lo que llega del mar suele tener sustancia, por sencillo que sea. La primera vez que oigo su nombre ha sido de la mano de mi amigo Felip Bens: “Mi suegra la solía cocinar”. Felip es escritor y periodista, y vive a caballo entre dos planetas azules: el Cabanyal y el Llevant Unió Esportiva. Fue durante el almuerzo cuando surgió otro nombre, el del Rebirongo, “la última de las tabernas de pescadores del barrio, que estuvo en el que es ahora el número 258 de la Calle de la Reina, el establecimiento por excelencia donde servían nugà”. Me habló de su cocinera, “quien tenía una mano especial para prepararla”. Marisa y Felip son cuñados, ambos recopilaron un buen número de recetas en el libro “La cocina del Cabanyal y de los pueblos marineros de la ciudad de Valencia”, (Drassana, 2020), una estupenda aproximación a los platos y las maneras de cocinarlos, pero también al modo de relacionarnos con la comida, tanto ahora como en el pasado.

Volvamos a la belleza. Una pescadería puede ser bella. Es como un mar en miniatura. Una exposición asombrosa de seres y especies. Es un sitio donde los niños quieren tocarlo todo, alargar el brazo y acariciar con el dedo ese pez que ya no los mira pero que parece hacerlo. Y los niños entienden mucho de belleza.


En esta historia hay una pescadería y una pescadera. Se llama Amparo y por una vez no he preguntado el apellido porque tanto Marisa como Felip me han dicho que cuando vaya al Mercat del Cabanyal pregunte por Amparo, que allí la conoce todo el mundo. Amparo y su marido, Pepe, ponen en marcha la paraeta a las 7 de la mañana. Sobre la superficie del expositor reluce el hielo picado, algunos atados de perejil, etiquetas con el precio y otras que certifican que la compra ha sido efectuada en la lonja del puerto pesquero de València. “Somos cuatro o cinco puestos en el mercado los que compramos género en la lonja de aquí”, me comenta. Las etiquetas contienen muchas letras, letra pequeña, letra grande, fechas, denominaciones en latín, el método de captura, el peso… Y en todas pone, bien visible: Amparo. El puesto de Amparo y Pepe es lo más fiel al producto de proximidad que existe. Mientras Amparo atiende, me va contando algunos detalles. “La abuela de mi marido fue una de las personas que inauguró este mercado”, me dice, “su familia tenía barca”. O, “Pepe, en cuanto terminamos a las 3 aquí, se va a la subasta de la lonja, que empieza a las 4 de la tarde”. Le digo que creía que eso era de madrugada. “A las 4 de la madrugada es cuando va a Mercavalencia”. Hago un cálculo rápido de las horas de trabajo, de trabajo fresco y reluciente, cinco días a la semana. “El rape de playa es el más sabroso, el mejor para la nugaeta. Se lo suelo decir a las clientas”. Sé que Marisa le compra los rapes a Amparo y vuelvo a efectuar otro cálculo, ¿cuántos hogares en València habrán cocinado la nugaeta de rap gracias a ellas?

Marisa la prepara así —que es como le enseñó a hacerla su madre, como la preparaban sus abuelos y antes sus bisabuelos—: de 3 rapes pequeños cortamos las colas en trozos de dos dedos, sin pelar. Las cabezas no las tiramos, pues van a servirnos para el caldo con 1 litro de agua. Tampoco nos desharemos de los hígados, que reservaremos. Guardar los hígados es fundamental, así que habrá que avisarlo en la pescadería, cuando vayamos a comprar, en caso de que limpien los rapes allí. En una cazuela de barro —preferiblemente— freímos 4 rebanadas de pan duro y las retiramos. Salamos y enharinamos el rape y los hígados y freímos ligeramente. Lo reservamos todo. Es el momento de hacer el picadillo: con 2 ajos, 6 almendras o cacahuetes, el pan, ½ cucharada de pimentón, los hígados y 1 tomate rallado. Luego cortamos 3 patatas medianas en trozos irregulares para que suelten el almidón y trabe mejor la salsa. Marisa, llegado a este punto, me da otro consejo, “que no sea la patata roja de freír, sino otra que se quiebre un poco”. Las doramos. Añadimos el picadillo y lo salteamos todo dos minutos para, inmediatamente, sumarle el caldo. Se cuece a fuego lento 15 minutos, antes de incorporar el rape que habíamos reservado. Rectificamos de sal, añadimos una guindilla (o dos) y se deja cocer un cuarto de hora más.



Parece que esto se ha acabado pero no es así, porque la nugaeta de rap viene con una sorpresa final. ¿Se acuerdan de la cazuela de barro que emplea Marisa? Una vez servidos los comensales, en el fondo suele quedar algo de salsa. Pues bien, lo suyo es, al dar buena cuenta de la nugaeta, devolver la cazuela a la cocina, pero no para fregarla, sino para ponerla de nuevo al fuego, añadir aceite y freír unos huevos fritos sobre la salsa. “Eso lo hacían también en el Rebirongo”. Otro día, pienso, escribiré sobre la cocinera del Rebirongo. Y otro día, me digo, volveré al Mercat del Cabanyal, a por dos rapes de playa de los que tiene Amparo. Hoy, le he pedido una sepia bruta y me la ha puesto en una bolsa con la tinta, la piel, el hígado y el contenido de las tripas. “Toma, te la regalo. Abres la bolsa y echas lo de dentro directamente a la plancha, sin picadillo”. No me digan que aquí no hay belleza.