De cómo un mismo alimento, un mismo libro puede suscitar opiniones tan distintas
La divergencia en el gusto desconcierta. Reacciones extremadamente opuestas ante una misma realidad hacen que se quiebre algo dentro de la cabeza, sin ruido. ¿Pero no te encanta este plato, no te vuelve loco? Le preguntas incrédula a tu pareja, que arruga la nariz y lo aparta con asco.
El cilantro es mi hierba sin duda, ni el mindfulness ni el reiki, el cilantro. Me chifla. Y aunque mi clasificación humana preferida sigue siendo la de que sólo existen tres clases de personas: las que saben contar y las que no, a estas alturas, una ya sabe que en realidad son sólo dos: a las que les gusta el cilantro y las que no lo soportan.
A las que les sabe a Fairy con toques de S3 de Legrain, y retrogusto a Floid y a las que nos sabe a gloria y a jengibre, a limón y frescura. Por lo visto, hay una explicación física, biológica: una variación genética, conocida como rs72921001, que provoca que ciertas personas perciban que el olor del cilantro, con un gran número de aldehídos naturales, se parece al de algunos productos químicos como el jabón, la colonia o la loción de afeitar, donde también predominan estas sustancias.
En general no hago mucho caso a las razones genéticas que blanquean la locura, la gordura, y muchas cosas que acaban en ura, y sin embargo sé que existe una fuerza todopoderosa que nos traspasa, que atraviesa nuestros cuerpos y sigue su camino.
Así, la cilantrofobia avanza firme y afecta a entre un 3% y un 21% de la población, más si eres asiático, menos si eres hispano.
La cilantrofobia avanza firme y afecta a entre un 3% y un 21% de la población
Pero aunque esté de moda, no vayamos a creer que es una especia importada. Era muy utilizada en la cocina de al-Ándalus y fuimos nosotros quienes la diseminamos por América cuando la conquista desatada, introduciéndola en la cocina criolla. Por alguna razón, quién sabe si genética, en nuestro país dejó de usarse tanto, salvo en Canarias, donde resiste en su mojo verde y en otros platos, mientras que en Iberoamérica y en Portugal no ha dejado de ser habitual en la cocina.
Pero lo más fascinante sin duda del cilantro es que lleve de un riquísimo a un puaj en una misma mesa.
El otro día sucedió algo parecido en la red con un libro. Un lector con criterio contrastado renegó de Panza de burro, el libro de Andrea Abreu. Aseguró que no había podido pasar de las veinte primeras páginas.
Y yo sentí el mismo tipo de seísmo en mi corteza cerebral. ¿Cómo puede a alguien no gustarle esa novela, no saberle rica la escritura de Andrea? ¿A qué clase de cilantrofobia es debido? ¿Qué gen interviene?
Por supuesto, aunque mañana mismo instauraría una dictadura del gusto que obligara a todo el mundo a repetir hasta amar las mismas cosas que yo amo, lo entiendo y lo respeto. Me repito: lo entiendo y lo respeto.
Pero me alucina porque Panza de burro es maravillosa. En ella aparecen numerosas referencias a la comida, comida canaria, de un pueblo al norte de Tenerife. Comida que entra no sólo por los ojos, como dice el dicho, ni por la boca como muestra la evidencia, también por los oídos. Y es que la sonoridad del lenguaje aquí se mastica, se le extrae el jugo, se escurre con gusto por el paladar.
En el libro aparecen muchos platos de comida popular, que de entrada no me llaman la atención, pero por el cariño con que se nombran, me muero por comer. Coditos fritos con mojo, queque de yogur y quesillo, potaje coles con gofio, papas con costillas, piñas y mojo. Y cirgüelas moradas, higos picos, bocadillos de chorizo perro, ramos de chupos, pan con matalahúva, un trozo dulce guayabo, leche en polvo mesturada con gofio y azúcar.
Que tendrá Andrea que hasta cuando escribe juguito piña, juguito manzana, por más que asome el tetrabrik, me entran unas ganas locas de bebérmelos.
De vivir de papas con mojo rojo, verde, aguachado incluso, y hasta de morder un pepe, de lo entrañable que lo dice, de lo bonito que lo cuenta.
La novela no va de comida, o no sólo, y sí de todo lo básico, la infancia, el despertar del deseo, las cositas del cuerpo, los afectos.
Y usa un lenguaje propio, que es lo máximo a lo que puede aspirar un escritor.
Papas chineguas, dosientos gramos de queso amarillo, munchitos, risketos, gusanitos, rosquetitos de limón, suspiritos, y un fisquito café, miniña.
Y le voy a dar un rebencazo, y el delantal manchurriado de sangre, y la humasera de la fogalera, y los guiris jediondos, y estregarse contra las sillas, y estregarse las cabezas de las barbis.
En ese léxico -sino familiar como el Natalia Ginzburg, sí comunitario,- viven una serie de personajes, que gracias a ese tierno trabajo con el lenguaje, acaban convertidos en personas.
Y no sé si quedarán marcadas en nuestra genética, pero seguro que sí en el corazón de la memoria. Un fisquito al menos.