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crítica de concierto

Poco acierto de Tebar en la elección del programa

Exceptuando la incisiva partitura de Prokófiev, el programa restó interés a la segunda intervención de Ramón Tebar como titular de la Orquesta de Valencia

12/02/2018 - 

VALÈNCIA. En su segunda actuación como nuevo titular de la Orquesta de Valencia, Ramón Tebar presentó un programa cuyo principal atractivo era el Concierto núm. 2 para piano y orquesta de Prokófiev. Las otras obras (Obertura festiva de Shostakóvich y Sinfonía núm. 2 de Rachmáninov) no están entre lo más logrado de sus autores, y pudieron restarle puntos al director valenciano en la valoración del público que llenaba la sala. Es cierto que la sesión estaba programada desde antes de su nombramiento como titular, pero ya tenía entonces muchos puntos (por no decir todos) para conseguirlo. Algún motivo habrá, sin duda, pero las primeras impresiones son importantes, y no cabe negar que un repertorio mejor escogido hubiera causado un impacto de más calibre.

 La Obertura festiva de Shostakóvich es una obrita de circunstancias que se escribió deprisa y corriendo, encontrándose muy por debajo del nivel que suele alcanzar el compositor de San Petersburgo. Fanfarrias, jolgorio y poco más. Tebar, eso sí, tuvo el acierto de darle ligereza en el tempo, y subrayó la agilidad exigida a los instrumentos de madera. Con una considerable plantilla de 83 músicos, los mantuvo a todos bien ajustados y en ambiente de fiesta, tal como prescribe su nombre. Y la verdad es que no había muchas otras honduras para desvelar.

El Concierto núm. 2 de Prokófiev pertenece, por el contrario, a otro universo. Con frecuencia implacable, duro y percusivo, tiene una grandeza musical que todavía hoy asombra. El valenciano Josu de Solaun fue el encargado de la parte solista, cuyas dificultades son de vértigo. La orquesta ha de trabajar también con una concentración máxima para acoplarse a la compleja rítmica de aquél, al tiempo que sirve a la suya propia. Y, para completar los problemas, pasajes de intenso lirismo se intercalan en ese discurso agresivo y vanguardista. En ellos, piano y orquesta deben dar cuenta, asimismo, de su capacidad para cantar, ofreciendo un fraseo lleno de matices. Huelga decir a lo que se enfrenta también el director de orquesta en una partitura de este calibre.

Josu de Solaun abordó el primer movimiento dejando que el piano fuera creciendo en intensidad poco a poco, mientras la orquesta efectuaba emotivas oleadas sobre el discurso del solista. A lo largo de este Andantino, la partitura le va exigiendo a este una potencia notable, y unas series de acordes tensas y vertiginosas. Quizá el manejo del pedal no tuvo toda la limpieza necesaria, pero resultaron encomiables la fuerza, el poderío y la asunción del discurso vanguardista que tanto escándalo causó en su día. Tebar trabajó en el logro de un fraseo expresivo, a la vez que controlaba el ajuste métrico. La importancia de las estructuras rítmicas, siempre tan relevantes en Prokófiev, no fueron descuidadas por la batuta ni por el solista. Tampoco en el segundo movimiento, donde la velocidad acentúa la necesidad de precisión.

En el Moderato apareció algún anticipo de la conocida Danza de los caballeros que Prokófiev compondría después para el ballet Romeo y Julieta. Solaun aprovechó el carácter  de este movimiento para demostrar que, si conviene, puede tocar también con suavidad y delicadeza, como haría después en las propinas. Y, también cuando convino, tuvo músculo, mucho músculo. No es de extrañar el impacto que debió recibir el público de la época (se estrenó en 1913) ante el propio Prokófiev desgranando una partitura de tal naturaleza. Todavía hoy la obra se escucha como fuente imparable de energía e impulso creador, no apta para cardíacos.

Porque el Allegro tempestuoso final fue exactamente eso: tempestuoso, con un piano tan endiablado que llegó a sorprender el momento en que la cuerda grave –magnífica durante toda la velada- le dio al solista una respuesta contenida. Seguida, dulcemente, por la madera. El piano, después, siguió superando dificultades en ataques, saltos, ritmo y potencia. Pero nunca como alarde gratuito, sino ateniéndose a una abrumadora lógica musical. La partitura de Prokófiev engloba con habilidad a la orquesta en la misma propuesta y, como ya se ha indicado, también encuentra espacios para la suavidad. A Ramón Tebar, como director de este juvenil Prokófiev, pareció importarle más el no perder la tensión y el impulso –la obra lo pide a gritos- que el “acabado” y los detalles. Se salvaguardó el carácter incisivo de la música, que no aguantaría una lectura blandita. Y se marcaron con firmeza las líneas esenciales de la obra.

Llegó, para acabar, la Sinfonía núm. 2 de Rachmáninov, con casi una horita de duración. Se dirá que hay obras geniales de similar longitud (la Tercera de Beethoven, por ejemplo). Pero en esta todo son hallazgos, mientras que aquella no acaba de despegar. Rachmáninov tiene obras realmente interesantes y hermosas, pero no está su Segunda sinfonía entre las mejores. Presenta momentos atractivos, sí, pero no aporta nada que no hubiera hecho antes Chaikovski con mucha más gracia y solidez. Y produce en el oyente el peor de los efectos: le aburre, por lo que no es de extrañar que tiempo atrás fuera frecuente la eliminación de algunas repeticiones. En fin: a pesar de la destacada intervención de la cuerda, a pesar de no privar del carácter de danza a los fragmentos que lo tienen, a pesar de los buenos solos que brindaron los profesores de la orquesta, a pesar, en suma, del acierto de Tebar en cuanto a ajuste y expresión, la Segunda de Rachmáninov resulta un tanto plúmbea, y no parece la mejor partitura para seducir a un público que, mayoritariamente, acudía a escuchar al nuevo director de la Orquesta de Valencia.

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