VALÈNCIA. Suele decirse, medio en broma medio en serio, que los franceses, incluso cuando aparentan tranquilidad, están a medio minuto de pertrecharse con unas horcas o unos chalecos y empezar a quemarlo todo. Lo ilustra un meme: *French people (los franceses) *exist (existen), y un tipo histérico llamando a las armas con una antorcha en la mano. Como diría Sheldon, es gracioso, porque es cierto. O bueno, parcialmente cierto. O puede que tampoco sean tan revolucionarios, y en lugar de eso lo que suceda es que visto desde el lado conformista y apático de los Pirineos, cualquier acto de rebeldía ante un abuso del poder se magnifique: a través de la lente española, todo lo que no sea acatar, resignarse y hacer unos chistes, se convierte en la toma de la Bastilla o el asalto al Palacio de Invierno. Debe ser el calorcito, las cañas, el miedo y la obediencia todavía en el cuerpo, o a saber. Debe tener algo que ver también el egoísmo, seguro, y el disponer de unas tragaderas con tanta capacidad para los mensajes baratos sobre la españolidad, esa naturaleza jaranera que nos hace ser como somos.
Podemos tener un paro juvenil tan inmenso y devastador que da como para romper muchas cosas, pero, ¿y lo simpáticos que somos? ¿Y cómo nos reímos? ¿Y las terracitas y los quintos en verano y lo amigos que somos de nuestros amigos? ¿Y el acento? Que sí, que todo esto está muy bien, faltaría más. Tampoco ayuda, sin duda, la guerra de las etiquetas, la polarización y el identificar siempre un bando enfrente. Así, con la población ocupada en odiar al vecino —esto no es patrimonio exclusivo de España, aunque es verdad que aquí lo hacemos muy bien—, es muy sencillo colarnos desde un impuesto al Sol —ese del que presumimos—, hasta un nueva vuelta al nudo del lazo que tenemos en el pescuezo con la infame factura de la luz, la luz eléctrica, que si lo pensamos, a estas alturas de la película humana, debería ser un bien que ni recordásemos que pagamos mediante impuestos. ¿Cómo que en el año dos mil veintiuno, con una crisis mundial después de otra crisis mundial, tenemos que vernos en estas?
El anarquista Alexandre M. Jacob es uno de esos franceses legendarios ilustres en el arte de la rebeldía. En Por qué he robado y otros escritos, publicado por Pepitas de Calabaza con traducción de Javier Rodríguez Hidalgo, Jacob, que con ciento cincuenta y seis robos a sus espaldas inspiró el personaje de Arsène Lupin, narra su versión de los hechos que lo llevaron a prisión; decimos su versión pero no nos referimos a que cuente algo muy diferente a lo que sucedió —más allá de la caracterización caricaturesca de la mayoría de protagonistas de su historia y cierta exageración que puede percibirse en algunos diálogos y situaciones—: su versión tiene más que ver con la manera en que interpretaríamos, por ejemplo, la legítima defensa. Pese a todo, Jacob, que fue detenido en mil novecientos cinco y condenado a trabajos forzados a perpetuidad en el terrible penal de la Guyana, logró salir de allí en mil novecientos veintiocho, y aún tuvo tiempo para vivir una vida en algo parecido a la libertad antes de despedirse del mundo por voluntad propia y con un mensaje en el que dejaba por escrito su finta mortal a las enfermedades de la senectud. Más de un siglo más tarde, lamentablemente, poco ha cambiado. Lo explica el prólogo de L’Insomniaque: “Nuestro tiempo conoce más o menos la misma ausencia de intensidad en el debate social que la época de Jacob. En los albores de la comunidad virtual del Capital, apatía y esclavitud se han vuelto sinónimos. La guerra devasta el planeta, la industria lo corroe y el hastío lo hipnotiza: el exceso de trabajo sigue exudando plusvalía. Por supuesto, el robo y todos los delitos, y todas las transgresiones, se han extendido mucho más allá de los ámbitos criminales profesionales”. Es difícil no estar de acuerdo: si conseguimos evadirnos por un momento de las posiciones, de las etiquetas, de los ismos y de los prejuicios, y nos centramos en la crítica, sin pensar en si lo que diremos suena a esto o aquello, o si favorece a quienes acostumbramos a considerar el otro, como especie vamos mal, y lo que es peor, si pensamos en males particulares —los de cada nación o colectivo— y no globales —como la contaminación de las aguas sin las cuales nadie, ni rico ni pobre, podrá existir—, hay una gran brecha entre el mal menos malo y el peor.
Sea como sea, por estas latitudes no reaccionamos ni siquiera a los males menos abstractos, a los más evidentes e inmediatos, como que la tarifa de la luz nos destroce el mes y nos empuje a utilizar las ocho horas destinadas a cerrar los ojos un rato —porque con tanta ansiedad son muchos los que dormir, poco, y descansar, menos— para poner lavadoras. ¿Qué hechizo es el que nos impide, al menos, estallar, pura furia, sin un plan? ¿Cómo podemos permitir que nos hagan todo lo que nos hacen? ¿Es el miedo, son las migajas de la comodidad? Tal y como están las cosas, la mayoría ha perdido la zanahoria que le hacía seguir en marcha, intentando avanzar. Jacob se echaría las manos a la cabeza ante tanta desidia. También es difícil no estar de acuerdo con él en esto que sigue: “Antes que verme enclaustrado en una fábrica, como en una cárcel, antes que mendigar aquello a lo que tengo derecho, he preferido sublevarme [...] Cierto, puedo concebir que ustedes habrían preferido que yo me sometiera a sus leyes; que, como obrero dócil y acobardado, hubiera creado riquezas a cambio de un salario irrisorio y, cuando mi cuerpo estuviese gastado y mi cerebro embrutecido, me hubiera ido a morir a una esquina de la calle. Entonces no me llamarían «bandido cínico», sino «honrado trabajador»”. Bandido. Apaga y vámonos.