Hidalgo. Cada vez que prometas que ahora sí que te controlas, que vas a beber menos porque es que así no puede ser, chupito. A ver cuándo nos vemos y nos tomamos unas cañas. O unos vermuts, que ahora te gusta más salir por la mañana, o unas copas por la tarde, como en Alicante, que allí hay mucho tardeo. Carajillo tocado de crema de whisky, así, con la boca pequeña: hoy te has dejado al hijo con los suegros y te lo mereces, estás entre amigos, patrocina Aperol Spritz. Si piensas en el verano piensas en botellines en Formentera, piensas en gente que corre hacia el mar con cara de haber hecho alguna travesura: no te explicas cómo han llegado esas mesas y esos manteles y todo ese catering hasta esa cala impracticable, pero salivas pensando en la condensación sobre el cristal y en el sabor del líquido amargo bajando por la garganta anticipando la segunda ronda y la tercera y la sexta. Quinto y tapa. Tres quintos un euro junto a la facultad. Fiesta de Paellas donde lo que menos se hace es comer paella. Pintas en los bares irlandeses multipantalla. No volem cap que no estiga borratxo. Con este flyer tienes un licor hasta arriba de colorante gratis. Dame seis, que ahora vienen unos amigos. Compra unas eurolatas y vamos para casa. Tú haz la cena que yo llevo el vino. Ha colapsado el mercado de las ginebras premium pero ha sobrevivido el gin-tonic, que respira exhausto en el vaso acompañado de hielo y limón. Ahora prefieres el skinny bitch y la cerveza artesanal.
A veces, en la agonía de la resaca, buscas planes libres de alcohol, pero lo cierto es que no es tarea sencilla: el alcohol en cualquiera de sus múltiples formas es el lubricante social por antonomasia, la cerveza es su hijo que da la vida por nosotros y el vino el Espíritu Santo que se enciende en nuestro rostro y nos permite hablar en lenguas extranjeras con soltura de evangelizador. No hay celebración en la que la molécula del etanol no haga acto de presencia, salvo quizás en los aniversarios secos de los alcohólicos anónimos y en las mesas de los niños en los cumpleaños infantiles, y desde luego, tampoco podremos encontrarla en las mesas de muchas religiones, no así en la cristiana, con su santo cáliz que se eleva y desciende para que el sacerdote se lleve la transubstanciada sangre de Cristo a sus labios y de esa manera se consume el ritual y todo el mundo pueda ir en paz y dando gracias al Señor. Es probable que además de por su facilidad para generar conversos y por su virulencia romana, el cristianismo haya tenido tanto éxito no solo por no proscribir el alcohol sino por haberlo revestido de sacralidad. Quién sabe. El caso es que todavía hay progenitores que se asombran de que sus hijos afirmen que si no pueden beber por estar tomando una medicación, no salen, cuando toda nuestra sociedad nada en una inmensa laguna de alcohol desde el almuerzo hasta el after y a veces incluso desde el desayuno. Una laguna que cala, que penetra en nosotros y que nos llevamos puesta, que se filtra hasta nuestro cerebro y en ocasiones desaloja por arte de Arquímedes la vergüenza y los recuerdos.
Son muchos quienes han escrito desde y sobre el alcohol, pero el enfoque de Sarah Hepola en Lagunas (Pepitas, 2019, traducción de Enrique Alda) es singular porque aborda su alcoholismo desde una perspectiva muy concreta como es la de sus blackouts -así se llama el libro en su título original, Blackout: Remembering the Things I Drank To Forget-, esos blancazos de la memoria que se producen no solo al día siguiente de haber bebido en exceso o de haber bebido ciertos mejunjes viscosos y germánicos, sino también, y esos son los que más impresionan, durante la propia juerga. Tal y como explica la autora, el mecanismo es el siguiente: "Mis lagunas me desconcertaron durante muchos años, pero la mecánica es muy sencilla. La sangre alcanza un punto de saturación de alcohol y cierra el hipocampo [...] es la parte del cerebro responsable de la memoria a largo plazo [...] Apagón. Se acabaron los recuerdos. La memoria a corto plazo sigue funcionando, pero ese tipo de recuerdos duran menos de dos minutos [...] La gente que se queda en blanco suele tener la mirada perdida y vidriosa, como si su cerebro estuviera desconectado. Y, en cierta manera, lo está. [...] uno de los errores más comunes es confundir quedarse en blanco con quedarse dormido [...] en ese estado la gente hace de todo menos quedarse en silencio e inmóvil. Se habla, se ríe y se deleita a la gente que está en la barra con divertidas historias del pasado [...] Al día siguiente el cerebro no ha registrado esas actividades, es como si no hubiesen sucedido".
Hepola analiza sus lagunas con actitud casi científica e hilando unas y otras sin caer en la autocompasión, o mucho peor, en la euforia maníaca de libro de autoayuda, vamos conociendo su efervescencia, su impacto contra la atmósfera social, la fricción, la caída -por las escaleras- y lo que viene después, todo narrado de tal manera que su historia, cuyo fondo no es desde luego novedoso, acaba enganchándonos más por lo humano que por lo sórdido -no es precisamente un libro que se prodigue en detalles con olor a sexo, sudor y a vómito reseco-: de hecho los peores momentos tienen que ver con el bochorno y con la incapacidad para rememorar el ridículo del último desmadre. Del análisis literario de Hepola se destila algo evidente: bebemos para soltar lastre, para aliviar la culpa, para ser algo más, para sentirnos especiales. Algunas personas lo llevan mejor que otras, pero la mayoría de quienes engullen el contenido de un vaso de cubata, de una botella o de una lata de medio litro con desesperación lo hacen esperando que en el poso que se desliza con el último trago resida la seguridad que no han podido desarrollar en circunstancias no etílicas. Sin embargo, como afirma la autora, lo sádico del alcohol es que “incrementa tu confianza justo en el momento en que peor pinta tienes”, como ese amigo bondadoso pero acrítico que empuja a un mal artista al escarnio público, o como ese demoníaco compañero o esa diabólica compañera de barras que no deja de pedir chupitos en la antesala del desastre espoleando con eso de que quien no apoya, o que quien no recorre.