Las cosas antiguas que de verdad importan tienen que volver tarde o temprano. Pedir de carta, la media mariscada, el apolo de vainilla.
Hay un documental de Ferran Adrià (no sé exactamente cuál porque tiene tantos) en el que el cocinero explica en qué consistía El Bulli antes de que su talento lo revolucionara por completo. Y habla, claro, de un restaurante al uso. De un restaurante como los que nuestra quinta (técnicamente millennials, epidérmicamente Generación X) tiene en su memoria: el sitio donde se salía a comer con la familia. Reunión de domingo y esas cosas. Adrià comenta, por ejemplo, la presencia del carrito de postres, un clásico en los restaurantes de hace unos años. También habla de servir sopa en una sopera, en el centro de la mesa. Y del cambio más bestia de todos: cómo se pasó de la carta al menú cerrado.
Esto es como la moda: sale en la pasarela, la gente se vuelve un poco loca, niega la tendencia, las grandes cadenas filtran el estilo y, al final, todos acaban llevando eso que un diseñador inventó bastantes meses antes y tú querías criticar. Las cocinas se llenaron de hábitos nuevos. Nada de carta, nada de elegir, todo al centro para compartir, viva el postre tipo papilla. Y lo peor es que nos hemos acostumbrado. Es como cuando llueve tanto que ya ni siquiera ves el final de la calle. Reflexionaba con mucho acierto el maestro Terrés la necesidad de volver a comer de carta (¿comemos de menú por asegurarnos el precio?, añado yo) y es así. Pero es que incluso tendrían que volver más cosas viejas.
Dos experiencias recientes me han llevado a pensar un poco en esas cosas de antes. Una comida en El Gastrónomo (siempre estupendo y correctísimo, siempre lugar adecuado al que volver, con pulidor de zapatos en el baño) en el que nos dieron sugerencias fuera de carta, quesos para compartir (qué maravilla el queso de entrante o en el postre y qué poco se ofrece ya) y un par de preparaciones en mesa. El steak tartar, claro, pero también una estupenda crêpe suzette cocinada en directo. Cosas que ya se han perdido en la mayoría de sitios para dejar paso a lo moderno. Y no (siempre) hay razón.
Uno recuerda las salidas a comer con la familia como algo un poco en color sepia. Salir era ir a hacerse una paella o, si querías algo distinto, una mariscada, sinónimo del buen comer antiguo. En mi familia nunca han sido muy exquisitos y nuestros domingos eran de comida siempre no muy lejos del Marítimo. A veces en el restaurante Bolos o en el ya desaparecido Racó del Port (mi abuela paterna vivía en Atarazanas); a veces en La Carmela o el Polit (mis abuelos maternos eran de la calle Pavía y la Malvarrosa). Mi abuelo se pedía tarta al whisky de postre, fijo. Y es inevitable pensar que, para comerse los postres de Thermomix de los restaurantes de ahora -¿tarta de tres chocolates, en serio?- mejor el whisky. O el limón y la naranja helados. Se acuerdan ustedes, a qué sí.
La otra reflexión tiene que ver con mis habituales visitas a Maipi, un lugar donde hasta no hace mucho ni siquiera había carta como tal y Gabi te cantaba los platos o los veías escritos en una pizarra. Nada de degustación, nada de fantasía innecesaria. Detalles como acompañar la carne con pimientos y patatas, que ya no se ven. Y si hay algún producto concreto te lo dice y si no, pues en otra ocasión será. Me ha pasado ir a otros sitios, ver una carta enorme, pedir lo más raro y, claro, que no haya o que lo preparen tarde y mal porque se centran en lo que la gente pide más. No solo tiene que volver la carta, es que tendría que volver la carta abierta. Dame a elegir entre lo mejor que tengas hoy, sería el resumen. Una cosa muy antigua, dirán algunos. Antigua pero moderna, como aquella canción.
Básicamente, hacer nuevos fuegos de leñas viejas. Algo bastante difícil, por otra parte. En uno de los relatos de Lucia Berlin escribe que mejor dejar atado el pasado porque "si dejo que entre, aunque sea por una rendija de autocompasión, zas, la puerta se abrirá de golpe" y entonces todo se puede estropear sin remedio. Se asumen riesgos, muchos, al cambiar algo tan establecido como un sistema asumido por todos. Y es que estoy convencido, tristemente convencido, de que del mismo modo en que hay jóvenes que ya no saben lo que es comprar un CD, también habrá muchos que no sepan ir a cenar sin compartir un menú 'degustación' en la mesa para todos. Que no conozcan costumbres que un día fueron porque todos los restaurantes tienen ahora unas nuevas. Incapaces de tomar, qué sé yo, un entrante y un principal a su elección. Incapaces, por extensión, de ser los protagonistas de su propia comida, una distinta a la del resto.
¿Saben aquella teoría de que cuando una botella de agua se cierra demasiado, al final vuelve a abrirse? Pues quizá ya toque.