la cocina del chef de barx en bombas gens  

Ricard Camarena me da miedo

O un intento, quizá fallido, de explicar la cocina de su restaurante gastronómico

13/04/2018 - 

En los alrededores de Bombas Gens sopla el aire como para enfriar algún ánimo (¿que es sábado y un maratón no te deja llegar a un restaurante, por ejemplo?) y hasta los semáforos se agarran a ti para no caerse ellos. A uno le viene a la cabeza esa guajira, "hace días que no como, me voy a vestir de plomo, pa' que no me lleve el viento". Tengo hambre y tengo miedo. Miedo porque a ver cómo se enfrenta uno a un sitio así, que es como un perfume. Claro que va a oler bien, el problema es explicar cómo. Y el mío es aún peor: por qué.

Por qué la cocina de Ricard Camarena es esa y no otra. No sé si acierto con la respuesta -quiero decir, disfruté, pero no sé si lo entendí, no soy un experto del comer- aunque voy a intentarlo. Los que escribimos tenemos los ojos hacia atrás, a nuestra espalda el pasado. Miramos solo lo que ya pasó. Y se suma además que los valencianos tenemos, casi siempre, los ojos metidos en un vaso de agua que descansa en una mesita de noche de una casa de Madrid, de París, de Nueva York. ¿Y saben lo que piensan de nosotros fuera? No piensan absolutamente nada. El Levante piensa en el Valencia como rival, al contrario pasa menos. Eso mismo.

Ricard no mira al revés ni tampoco enfoca lejos. No parece preocuparle la mística o las voces de fuera. Adelante, aquí, ahora. "No está en el menú pero quiero que te comas estas habitas porque luego ya no va a haber más habitas", me dice. Y me sirve las habitas, después de la carne, porque no importa el protocolo, importa que me coma eso y me lo coma ahora. Las habitas. Esa es la mejor definición de cocina de temporada que se me ocurre. Parece un plato complicado, tocadísimo, técnico, difícil, le digo yo. Tiene fresas, tiene azules. "Lo difícil es la contención, no tocar mucho el producto", me dice él. Ricard se explica, como diría Garci, "sin rozar las erres y las tes"; sin titubeos, convencido.

El otro asunto tiene que ver con el tomate que él mismo, en la pista central, te sirve con algunas gotas de su ambrosía de anchoa. Es un juego de magia (ahora sabe a anchoa, ahora ya no) y un manifiesto por las cosas de aquí. Porque es un tomate hecho aquí. Los ojos de Ricard no pasan de un bote lleno de tomates a medio conservar, esa sería la segunda imagen para explicar esto. Cocina que te recuerda a un chalé de tu pueblo, postres que juegan con tu infancia de calabaza, un arrocito. Ahí tienen un por qué.

Cuando a Morrissey, que aún no era una estrella, le ofrecieron un trabajo, cuenta que tuvo esta conversación con el empleador.

-¿Me está pidiendo que limpie las orillas de los canales?

-Sí

-¿Las orillas de los canales?

-Sí

-¿Como ocupación?

-Sí

¿Me está diciendo que esto va de alcachofas y cigalas? diríamos nosotros. ¿Habitas que solo duran unos días, cosas cercanas? Correcto. Entre tanto salto mortal, alguien tiene que limpiar los canales. Alguien tiene que hacerlo.

Su cocina es poco susceptible de envejecer, poco susceptible de adherirse a movimientos pasajeros. Su servicio y el espacio (menú servido en distintas fases y entornos) te mecen pero no te zarandean. No busca epatar, no hay ritmo de bombardeo. Y uno sale con exactamente esa sensación cuando termina de comer. No es (solo) la técnica, no es la voltereta. La cocina, como la literatura, como la música, como el cine, sirve para recordarnos que la normalidad de la vida debe ser protegida a toda costa. Protegida de ti y de mí. De las ganas de hacer demasiado, de los textos demasiado largos.

El restaurante de Ricard no tiene dos estrellas y entendería que él estuviera un poco enfadado, pero no razonablemente. Tiene de todo, menos la tontería. 100% sabor, 0% purpurina. No creo que se pueda comer mejor en ningún otro sitio de la ciudad ahora mismo.

Termina todo con el mismo miedo de no saber si podré explicarlo bien. El aire, a la salida, bosteza nuestros nombres y pasa de nosotros.