Del mismo modo que hay palabras que nos suenan pasadas de moda, viejunas, hay comidas que nos suenan a otra época. Las sardinas de bota, por ejemplo. ¿Quién ha comido sardina de bota con cebolla, pimientos verdes fritos y huevos? ¿Quién no ha comido este plato y ha pensado “quiero repetir”? A quienes NO hayan probado aún las sardinas de bota ya les digo que este artículo les interesa.
Me da que la sardina de bota es un alimento que no ha aguantado bien el paso del tiempo en la dieta mediterránea. Habría que ver cuántas personas de entre 15 y 50 años las han probado en los últimos doce meses. O preguntarles si saben lo que es la sardina de bota (también llamada de cubo, de casco, salpresa, sardina arenque…). Es más, la sardina fresca tampoco es que sea la reina de la fiesta en nuestras compras semanales. Es escuchar su nombre —“He comprado sardinas para cenar”— y enseguida nos viene a la cabeza la cocina de casa, con nuestra madre gritando que ¡a cenaaaar!; el olor profundo y marino que salía de la sartén; las ventanas abiertas para que desapareciera el rastro de haberlas cocinado. O directamente pensar que a quién se le ocurre comprar sardinas. Somos más de dorada a la sal. De lomo de atún a la plancha. De sushi. De salmón con aguacate y cebolla picada.
Sí, parece —parece— que las sardinas, tanto las frescas como las de bota, están desprestigiadas. Tengo la impresión de que tienen los días contados, de que llegará el día en que meterlas en cajitas doradas y venderlas a 60€ el kilo va a ser su única salvación. No tengo más datos en los que apoyarme que la experiencia de las personas que despachan en las pescaderías y en los puestos de salazones. Quienes compran sardinas en bota son casi siempre personas mayores, me dicen. Y si nos ajustamos a alguna de las realidades vigentes más admitidas, las personas mayores son aquellas a las que los periodistas no acompañarían con el calificativo joven (joven escritora, joven ilustrador, joven agricultor, joven directora…), lo cual, visto lo visto, coloca el punto de partida en los 50 años. Sí, la media de edad de los consumidores de sardinas supera holgadamente el medio siglo.
Todo este rollo de la edad —y un poco apocalíptico— es para llegar hasta esta frase: aún estamos a tiempo de salvar a las sardinas. Y hoy les toca a las de bota.
Llegará el día en que meterlas en cajitas doradas y venderlas a 60€ el kilo va a ser su única salvación
La sardina de bota es la sardina entera, sin eviscerar ni descabezar, sometida a un proceso de salado en salmuera y prensado. Se decía de las sardinas de bota que eran un manjar de dioses. Ya no sé qué se escucha menos, si la expresión “manjar de dioses” o “me pone un par de sardinas de bota, por favor”, pero esto es lo de menos. Quizá se dijera, además de por lo sabrosas que están, porque formaba parte de los alimentos a los que la generación de la posguerra española tenía acceso con regularidad. En las zonas rurales (y no solo) se seguía conservando alimentos en sal, en aceite o secándolos, y casi siempre eran las únicas opciones que tenían para comer pescado antes de la llegada de la nevera. Entonces se decía que una sardina de bota, un trozo de tocino o de chorizo, media hogaza de pan y un poco de uva conformaban la alimentación perfecta para evitar el desfallecimiento en una jornada laboral en el campo. Sales minerales, proteínas, hidratos de carbono y glucosa, todo junto en el saquito de tela del almuerzo. Eran tiempos de comer las sardinas de bota sin pasarlas por el fuego. De venderse envueltas en papel de estraza y, al llegar a casa, colocarlas aún en el mismo papel, una a una, entre la hoja y el marco de una puerta, de cerrarla ligeramente con la finalidad de prensarlas; con ello se conseguía despegar las escamas y que salieran más fácilmente las espinas.
Mi primer recuerdo con las sardinas de bota me lleva hasta un sábado de hace unos cuarenta años a la hora de comer. Era un niño, mi madre y mi padre tenían sendos platos con un huevo frito, pimientos verdes y una o dos sardinas fritas. Los tres alimentos emitían un brillo torpe, manchado. Tuve más ganas de tocarlos que de comerlos. Ese día comí por primera vez sardina de bota. No salí muy entusiasmado. Más tarde, ya con veintitantos, ya casado y ama de casa, compré sardinas de bota y repetí el plato. Me gustó. Mojé media barra de pan. Bebí vino con gaseosa. Hasta hoy. Hubo muchos hoy. Por ejemplo el día de ayer.
Ayer quedé con mi mujer y una pareja amiga para almorzar sardina de bota con cebolla pochada, pimientos verdes y huevos fritos. El mejor esmorzar siempre es en el bar y esto tenía que ocurrir en el bar. Como ninguno de mis bares de cabecera tiene este plato entre sus habituales, eché mano de la confianza en uno de ellos, el Bar Mercado de Ruzafa, y le pregunté a Ricardo Juan (Richard) si nos prepararía las sardinas. Me dijo que sí, claro. Quedamos en que yo las compraría y se las llevaría limpias y listas para cocinar.
Dos días antes fui en busca de las sardinas de bota. Al Mercat Central y al Mercat de Russafa. No es difícil encontrarlas, cualquiera de los mercados municipales tiene varios puestos donde las hay. Rozaba las ocho de la mañana, fuera llovía, en muchos de los puestos aún se trajinaba para colocar el género en su sitio. Del Mercat Central compré sardinas en Salazón Arte. Tenían expuesta una caja —la bota— circular y de madera, con las sardinas dispuestas como si fueran manecillas de un reloj, muchas manecillas de un reloj dando la hora buena todo el tiempo. Alba y Esther me contaron que hacían envíos de sus productos a toda España, incluso a otros países de Europa; también me aconsejaron desalarlas bien. “Yo las pongo en agua dos días antes, las meto en el frigorífico y les voy cambiando el agua cada tres o cuatro horas”, me dice Alba. Son sardinas hermosas, “del Atlántico Centro-Este”. En el Mercat de Russafa, me pasé por Salazones Gómez. Todo el mundo conoce Salazones de Gómez en el barrio, porque incluso antes de que se construyera el mercado ya tenían un puesto, de hecho, bastante antes, allá por 1930. Ahora, Luis y Susana, matrimonio, la tercera generación, están al frente del negocio. Aquí elijo sardinas de tamaño medio. Susana me cuenta que las traen de Isla Cristina, en Huelva. Y Luis me dice que con desalarlas en agua fría dos o tres horas antes es suficiente.
Esto de la sal es importante. Por un lado está el gusto de cada uno y por otro que el exceso de sal puede arruinarnos un plato. Así que opto por un término medio: ni dos días ni tres horas: doce horas. Las meto en la nevera con un recipiente con agua la noche anterior al almuerzo.
Modo de hacerlas (receta especial para almuerzo). Primero, limpiar las sardinas. Yo prefiero dejar la cabeza. Se ponen a freír (no hace falta ahogarlas en aceite), a fuego suave. Cuando estén doraditas, se sacan y se reservan. En el mismo aceite pochamos la cebolla y luego los pimientos (o viceversa). Reservamos. Se fríen los huevos (seguimos con el mismo aceite). Se sacan y los vamos poniendo en platos individuales. Cada uno llevará: sardinas, huevo, cebolla y pimientos. Solo queda pedir pan y vino y agua y cerveza. Y, bueno, como estamos en el bar, antes de que se ponga la cosa seria, uno se pasa por la barra a por una cassalleta.
Sardina de bota, colmado, ultramarinos, pastor, segadores, papel de estraza, viajantes… son palabras que nos suenan a otra época, como que quedan lejos. Me gustaría que las rescatásemos, una a una, que las envolviésemos en papel y las cuidásemos. Hoy, como ven, hemos empezado por “sardina de bota”.