Vázquez Montalbán quiso que esparcieran sus cenizas en el mar para que sirvieran de cebo a las langostas del Cap de Creus. Allí en la cala Montjoi, frente a El Bulli.
Este gesto circular y ceniciento dice mucho de su humildad, una humildad que no es de las que agachan la cabeza sino de las que saben que, tarde o temprano, esa cabeza dejará de estar erguida, que devendremos en comida para peces o para gusanos.
Antes de eso, Manuel utilizaba el sofrito para relajarse entre escritura y escritura, y veía en la cocina una metáfora de la cultura. “Comer significa matar y engullir a un ser que ha estado vivo, ya sea animal o planta. Si devoramos directamente al animal muerto o la lechuga arrancada, se dirá que somos unos salvajes. Ahora bien, si marinamos a la bestia para cocinarla con hierbas aromáticas de Provenza y un vaso de vino rancio, entonces estamos realizando una exquisita operación cultural”.
Así, la cultura se nos muestra como una expresión refinada del instinto básico, como la forma más bella de superar la bruticie humana pero sin negarla, construyendo sobre ella un discurso, una estética, acaso una forma de vida.
En ese mismo sentido se manifiesta uno de los personajes de Quinteto de Buenos Aires: “No me haga hablar más que tengo sed. Sed de agua. La sed de agua es primitiva, la sed de vino es cultura, y la sed de un buen cóctel es sin duda la más elevada”.
De nuevo la cultura a partir de la alteración de un elemento tan básico para la existencia como es el agua. De nuevo la cultura con germen en la sed, una sed que se va sofisticando.
Pero Vázquez Montalbán, que fue foodie antes de que se inventara la palabra, antes de que la gastrofilia estuviera de moda, sufrió sin embargo las críticas de lo que él llamaba irónicamente el formalismo ruso madrileño, una caterva de sabios literarios que lo miraban por encima del hombro por considerar que no hacía literatura de altura, lo suficientemente opaca, lo suficientemente alejada de ese impulso salvaje y primitivo.
Como si la alta cultura para serlo tuviera que renegar de sus orígenes, como si pudiera partir de algún lugar distinto del que parte la cultura popular: de lo más humano.
Toda cultura es fingimiento, representación, pose de alguna manera, un hermoso acto de decadencia que supone construir capas sobre una base que nos es común a todos.
No se trata de arrastrar la cultura por el fango inodoro de la simpleza, de coelhizarla en suma, pero sí resulta absurdo pensar que Montalbán no pusiera capas a su literatura, que no marinara, especiara, salseara sus escritos, que no construyera sólido icebergs.
Bajo las aventuras policíacas de Carvalho corren ácidas críticas al postfranquismo, las contradicciones que plantea el comunismo, el profundo desengaño de la burguesía catalana, esa imposibilidad tan española de acabar con las oligarquías, el libreto con música y letra de esa ópera bufa llamada España en definitiva.
Y aún con todo ese sustrato, con ese caldito espeso de fondo, cualquier puede disfrutar del detective del Raval, cualquiera puede comprender, con sus contradicciones, a ese “plebeyo que bebía muy bien Chablis” y quemaba libros para encender la lumbre.
Ni es alta cultura la que olvida sus instintos -se me antoja como chupar papel- ni es cultura la que se queda en ellos.
Así que sofriamos, manipulemos, horneemos, echemos hierbas pero no para olvidar el sabor original sino para potenciarlo, para descubrir nuevos matices, para construir mundos que sepan a él.
No dejemos de sentir esa sed y ese hambre salvajes que nos crecen dentro.