El programa, centrado en Haydn y Schubert, se completó con seis propinas que añadieron media hora más al recital
VALÈNCIA. Tuvimos este sábado en el Palau de la Música la actuación núm. 18 de Grigory Sokolov, si la memoria y el ordenador no fallan. Lo que sí fallará, probablemente, es la capacidad para describir con palabras la música que el pianista ruso extrae de su instrumento, sea cual sea el programa. Si el año pasado fueron Mozart y Beethoven (éste, nada menos que con la Sonata 32), otras veces se ha centrado en Chopin (monográfico del 2014), en Schubert y Beethoven (2013) o en Bach, Brahms y Schumann (2010): son sólo unos cuantos recuerdos. Sin embargo, más que la relación completa, interesa el proceso interpretativo que Sokolov utiliza. Porque, se enfrente con obras de gran enjundia o con delicadas miniaturas, se las arregla siempre para iluminarlas con todo el fuego y la gracia que contienen, sirviendo él, como intérprete, al compositor, y no sirviéndose, como tantos otros, del compositor para hablar de sí mismos.
El monográfico de Chopin que se ha citado antes, por ejemplo, tuvo una primera parte donde la Sonata núm. 3 quedó desnuda, con todas sus dificultades y –también- su intenso dramatismo. Por si había alguna duda, la segunda parte se centró en una selección de las mazurcas del compositor polaco, devolviéndoles Sokolov esa delicada mezcla de lo culto y lo popular que cada una de ellas encierra. Y más recuerdos, de la misma sala: el poderosísimo Beethoven de la Sonata núm. 29, “Hammerklavier” (2013), que puso ante el oyente el soberbio ejercicio de concentración entre las formas del pasado, del presente y del futuro prodigado por el genio de Bonn en tal obra.
Sokolov queda siempre en segundo plano. Y no porque le falte la técnica o el arte, sino todo lo contrario: técnica y arte se utilizan para traducir con rigor y calidez aquello que está en la partitura, sea la poesía de Chopin o la energía de Beethoven. Y aunque lo hace de forma muy personal, porque no es uno de esos músicos atenazados por las barras del compás, consigue que su propia subjetividad se adapte como un guante a los requerimientos de la música. Por eso su manera de tocar en nada se asemeja a esas estéticas de confesionario que parecen querer mostrarle al oyente los problemas y angustias del intérprete. Y el oyente lo agradece.
Este sábado, con un Palau abarrotado, el pianista de San Petersburgo ofreció un programa centrado en Haydn y Schubert. Del primero se escucharon las Sonatas núm. 32, 47 y 49. Brilló en ellas un enfoque que, sirviendo a la época del compositor, prima la claridad y la transparencia, pues sin ellas la música del siglo XVIII no encuentra nunca su cauce. Pero no se conformó con ello. Aprovechó la ligereza y el estilo que su estudio de los clavecinistas franceses le han proporcionado para darle el punto justo a la ornamentación, muchas veces a caballo entre el rococó y el clasicismo. También supo situarlas en la encrucijada que a Haydn le tocó vivir entre el clavecín, al que dedicó muchas de sus partituras para teclado, y el pianoforte que, imparable, se estaba abriendo paso. De ahí que el colorido buscado y conseguido por el músico ruso mirara ya hacia los pianos del futuro, aunque preservara la limpieza y levedad del clavicémbalo.
La primera Sonata que tocó (núm. 32, en sol menor, escrita en 1766-67), tradujo con especial encanto la melancolía típica del Empfindsamer Stil, un movimiento que impregnó con fuerza la música en los años 60 del XVIII. Sokolov la interpretó con un fraseo suave, claro y sumamente cuidadoso, pero sin hurtarle su deliciosa expresividad. En la núm 47 (Si menor) tuvo una especial relevancia el último movimiento (Finale. Presto), donde las premoniciones beethovenianas fueron subrayadas por Sokolov con su poderosa mano izquierda atacando los motivos en octavas, mientras la derecha corría por el teclado en figuraciones de semicorcheas. Perfecta estuvo, también, la factura contrapuntística. La núm. 49 (en Do sostenido menor) es de 1780, y revela la asunción de diversas tendencias. Así, el primer movimiento, Moderato, parecía mirar mucho más hacia al XIX que los dos siguientes. Será unos pocos años después, cuando la influencia del concierto mozartiano para piano y orquesta, y de las colecciones de Sonatas y otras piezas pianísticas publicadas por Carl Philipp Emanuel Bach, contribuirán a madurar del todo las Sonatas de Haydn en el campo del piano.
En la segunda parte del programa, Sokolov brindó los Cuatro Impromptus D.935 de Schubert. Cabe recordar que, en su visita de 2013, además del Beethoven mencionado, tocó la otra serie de Impromptus (D.899) y las Tres Klavierstücke D.946, ofreciendo así al público valenciano una muestra representativa de las obras pianísticas escritas por Schubert al final de su vida. Todos los Impromptus son de 1827, y las Tres Klavierstücke de 1828, año de la muerte del compositor (con sólo 31 años). Para completar lo más relevante del catálogo pianístico que Schubert compuso durante este periodo final, sólo faltaría que Sokolov, en sus visitas anuales, fuera desgranando en València las tres últimas Sonatas, también de 1828, y que sus seguidores, sin duda, querrían escucharle.
En cuanto a los Impromptus D935, se ha discutido mucho si, en realidad, se concibieron como movimientos de una única obra o como piezas independientes. La realidad es que, la mayoría de veces, suelen tocarse agrupados, aunque también se utilizan, en ocasiones, como encores o piezas sueltas. El que se constituyan o no como sonata no cambiaría demasiado la tradición interpretativa (y de registros fonográficos) existentes, aunque, por supuesto, representa un tema de interés para el especialista.
Sokolov los abordó con tristeza, pero con una tristeza controlada y contenida: como una buena cantante de Lied aborda, por ejemplo, Gretchen am spinnrade (Margarita en la rueca). Su fraseo libre, pero nunca caprichoso, le permitió, precisamente, acercarse a la música vocal de Schubert: ¡Están tan cerca el piano y la voz en esas melodías que parecen descender de Mozart para desembocar, a punto de hacerse añicos, en Mahler! Y, claro, Sokolov tuvo que cantar con el piano, con la mano derecha, desde luego, pero, también con la izquierda, que se hacía preguntas en una zona del teclado y se contestaba en la otra, dejando a la derecha hacerse cargo de unos ostinatos libres de cualquier monotonía.
Hay que agradecerle al ruso –porque le sienta muy bien a Schubert- la forma de plasmar ese punto de tristeza que llega cargado de belleza melódica. Y la variación infinita de motivos y temas obsesivos, enunciados por el pianista con pasión soterrada. O los poderosos acordes que se engarzaban con las más delicadas figuraciones. O la creatividad con que se plasmaron las variaciones del núm. 3 (Andante). O la cristalina –y después, voluntariamente frustrada- visión primaveral del núm. 4 (Allegro scherzando). Y sobre todo: esa apariencia de improvisación que Sokolov conserva cuando toca los Impromptus, con enloquecidos recorridos por el teclado interrumpiendo el desarrollo de los temas. Sin embargo, todo está escrito en la partitura -todo lo que se puede escribir-, pero el pianista mantiene –porque son necesarias, especialmente en esta música- la libertad en el fraseo y en muchos aspectos de la dinámica, el juego con el colorido del instrumento, los diferentes ataques del teclado, la planificación de la continuidad y de los contrastes... conserva, en fin, las funciones de un artista al enfrentarse con la música. Y, en el caso de este ruso, conserva precisamente la propia autonomía para poder preservar el latido más profundo de cada partitura.
Así lo hizo esta vez, como siempre. Por si fuera poco, Grigory Sokolov completó su recital con seis regalos que lo ampliaron casi en media hora de duración. No hay que asombrarse: en algunas ocasiones todavía ha dado más.