De estos y otros calores, estas sopas autóctonas y extranjeras. En la cuchara está el aire acondicionado que no gasta (tanta) electricidad.
Louis Diat, cocinero del hotel Ritz de Nueva York, tuvo una revelación culinaria que se convirtió en la celebérrima crème vichyssoise: «En el verano de 1917, cuando llevaba ya siete años en el Ritz, reflexioné sobre la sopa de puerro y patata de mi niñez, que mi madre y mi abuela solían hacer. Rememoré cómo, durante el verano, mi hermano mayor y yo la enfriábamos vertiendo en ella leche fría, y lo delicioso que era. Decidí hacer algo de este tipo para los patrones del Ritz». De esa invención infantil, uno de los platos que en los años noventa poblaban los menús de restaurantes de toda calaña. La vichyssoise, escrita de mil formas en las pizarras de los bares de barrio con menú del día, es una de las sopas frías que calman el calor del currela más sudado y hambriento. Una receta que, por lo general, en los comedores escolares tiene un éxito regulinchi. ¿Culpa del paladar infantil o de la contrata que gestiona el comedor?
Hay más sopas frías y están en esta provincia. Chemo Rausell, del restaurante Napicol, enciende el abatidor de temperatura y busca propuestas para refrescar. «Estamos haciendo varias sopas frías. No hay ninguna fija, rotan según la semana. Tenemos el mítico ajoblanco para el plato de bonito con higos. Es un imprescindible del verano. Este año lo estamos haciendo con piñón en vez de con almendra, como lo hacíamos anteriormente. Me mola más. También hacemos una salsa de piparra fresca, estas típicas piparras que se comen aquí en el almuerzo. Las trituramos y las ligamos un poquito para dar textura. La crema la aplicamos a modo salsa en un salpicón de pulpo. Como más novedoso, aunque no lo es, es un salmorejo en el que sustituímos el tomate por zumo de naranja. Me contó una chica, que está haciendo prácticas aquí y su madre es de Córdoba, que allí las abuelas cuando se acababa la temporada de tomate lo hacían con el zumo de la naranja. Te tomas el salmorejo y realmente no hay tanta diferencia. La gente se sorprende porque no está acostumbrada, tiene el punto ácido que se lo da la naranja. Muy rico. Lo acompañamos con sardina y queso feta».
Álvaro Cunqueiro, premio nacional de gastronomía y pluma culinaria de referencia, dice del ajoblanco que «Roma conoció el ajo blanco con almendras sicilianas, dorado aceite de la Campaña, y gordas, transparentes uvas de Albano». Con el dato se fecha el origen de esta sopa fría tan popular en la gastronomía de Andalucía y Extremadura que se compone principalmente de de pan, almendras molidas —o harina de habas secas cuando las vacas eran finas—, ajo, agua, aceite de oliva, sal y en ocasiones, vinagre. En nuestras tierras se está intentando difundir el ajoblanco de chufa.
El escritor gastronómico Juan Eslava Galán cuenta que «el ajoblanco pasó de Andalucía a Bizancio, donde se hacía espeso para acompañar la tortuga cocida. El emperador, cuando había misa mayor en la basílica de Santa Sofía, o novena a la Virgen de Blanquernas, salía tan ahíto de jaculatorias e incienso que para aclarar garganta e ideas se tomaba un tazón de marfil y oro –krisós kai elefantós- colmado de ajoblanco. Era manjar imperial y para elaborarlo había que estar licenciado en la escuela de Atenas».
Sebastián de Covarrubias Horozco, lexicógrafo, criptógrafo, capellán del rey Felipe II, canónigo de la catedral de Cuenca y escritor español y muy español, definió el gazpacho: como «cierto género de migas que se hace con pan tostado y aceite y vinagre y algunas otras cosas que se mezclan, con que los polvorizan. Esta es comida de segadores y de gente grosera, y ellos le debieron poner el nombre como se les antojó». Desde el gazpacho de Covarrubias al que encontramos envasado en todos los lineales del supermercado y en las neveras portátiles de todos los días de comida en la playa, hay un buen trecho y varios viajes de Cristóbal Colón, en representación de los Reyes Católicos de Castilla y Aragón, a las Américas.
El doctor Gregorio Marañón señaló con presteza las bondades de esta sopa fría que tiene mil variantes y normas regionales: «Sapientísima combinación de todos los simples alimentos fundamentales para una buena nutrición que, siglos después, nos revelaría la ciencia de las vitaminas». Galán recoge el dato en una de sus columnas y aporta un par de datos más: «Como todos los platos fundamentales, el gazpacho admite variantes comarcales, locales y hasta familiares. Sus ingredientes históricos (incluso prehistóricos) son: aceite de oliva virgen, vinagre, ajo, pan, sal y agua de pozo o manantial. Esa era la kaspa que bebían los guerreros iberos, para criar sangre; emparentada con el vinagrillo o posca que los legionarios romanos le dieron a Cristo en la cruz, no por putearlo sino para aliviarle la sed. El pimiento y el tomate llegaron de América mucho después y se incorporaron en el siglo XIX».
Rusia y Ucrania se pelean por la nacionalidad del borsch, una colorida sopa de remolacha servida con crema agria, patatas o huevos cocidos. Como la gastronomía no tiene pasaporte, la preparación y consumo de esta sopa se extiende por unos cuantos países de aquella parte del mundo. En València se podía degustar en Casa de Ucrania, pero la casa está chapada a cal y canto.
El borsch, omnipresente en las cartas de los restaurantes balcánicos, proviene de una preparación antigua que originalmente se cocinaba a partir de pie de oso, una planta que crece en praderas y pastizales y que es responsable del nombre eslavo del plato. Dependiendo de la receta, se incluye repollo, zanahorias, cebollas, patatas y tomates y dependiendo de la dieta, carne, pescado o veggie. Con el borsch, lo mismo tienes frescor y sabor veraniego o algo tan contundente y poco digestivo como un cocido de Navidad.