¿Sucumbimos fascinados por el ingenio de sus creadores o se nos queda cara de gilipollas?
VALÈNCIA. La vida es un trampantojo. Nada es lo que parece, la gente no es lo que parece, yo tampoco. De hecho, ni siquiera soy gente y ceci n´est pas un article. Dos pimientos perfectos con un chorrito de aceite bien pudieran ser un postre de chocolate, y un caviar servido en su latita, una esferificación de vino sobre puré de mango, y un tataki de atún, una sandía de incógnito, y unos churros con chocolate, una crema de morcilla con palitos de manzana. Y navegando más allá de los mares culinarios para pescar metáforas en aguas internacionales, un puro habano en su cenicero se convierte en boca en una carrillera al vino tinto. Y un estropajo con su pastilla de jabón, en un postre de piña colada.
Parecen pero no lo son. Y no me refiero a los poetas de Facebook sino a los trampantojos que se sirven en los restaurantes.
No son un fenómeno nuevo, ya Ferrán Adrià proponía en 1994 una menestra de verduras que parecía un postre helado. Angel León, el chef del mar, ofrece pechuga de pichón cuando todo el mundo sabe que él trabaja exclusivamente con pescado, y así traviste un albur en solomillo de ternera. Tras su plato de embutidos en realidad se esconden diferentes pescados que adquieren forma de salchichón, de longaniza o de chorizo. Son trampantojos, ya extendidos en la alta cocina. Pero, ¿qué sentimos ante ellos? ¿Sucumbimos fascinados por el ingenio de sus creadores o se nos queda cara de gilipollas?
A mí me inquieta que las cosas no sean lo que aparentan y me fascina que no lo sean en la misma medida. Creo que en esa rendija cabe la producción mundial literaria si me apuras.
Cierto es que el trampantojo, que suena a capricho en forma de telaraña, supone de entrada cierto engaño, provoca cierta desilusión al comprobar que el sabor no es el que esperábamos, que nos han hurtado las expectativas. No importa que el trueque sea de gamba roja por mortadela, el caso es que cuando las expectativas no se cumplen, el cerebro tiende a sentirse estafado y la confianza se quiebra como una pasta filo. Luego viene la sorpresa, y el regocijo al comprobar que esto está bueno, muy bueno, buenísimo en el mejor de los casos, rozando a veces la euforia histérica que sucede al desconcierto.
Pero cabría preguntarse si al eliminar el adelanto de la vista, disfrutamos más o menos de los platos que nos sirven. Si habéis jugado alguna vez a adivinar los alimentos con los ojos vendados, pillines, os habréis dado cuenta de que sin la referencia de una imagen que ponga límites, que active toda una serie de recuerdos de otras experiencias, las papilas se pierden en la inmensidad del gusto, y YA no es ese crisol de sensaciones que prometían las 50 sombras, sino un tropezar a oscuras con los muebles como un borracho de madrugada.
En contra del trampantojo diremos también que el exceso de preocupación por la forma puede hacernos olvidar el fondo. Cuando uno se mete en cuestiones estilísticas, no puede parar, entra en una espiral esteticista que lo puede llevar a olvidar eso tan importante que es el sabor, y verse abocado al posmodernismo sin comerlo ni beberlo.
En este juicio sumarísimo, alegaremos a favor del trampantojo su carácter lúdico, la esencia traviesa de su naturaleza, su voluntad de romper las formas, y deconstruir eso que llamamos realidad. Y sin duda, lo que más me interesa del trampantojo, ese efecto curioso que se produce: queda, como un caldo de fondo, el sabor inicial que esperábamos encontrar, que no desaparece, que permanece flotando en nuestra imaginación, y que se mezcla con el sabor real produciendo una entidad nueva.
De la misma manera que los fantasmas del pasado están presentes en nuestras vidas.
Se me ocurre que el reverso del trampantojo podría ser ese cuadro de Magritte en el que pintó una pipa y un texto debajo que decía: ceci n´est pas une pipe.
Y es que ninguna realidad es evidente a simple vista, la verdad adquiere muy diversas formas, a menudo delirantes, como si un cocinero travieso, o borracho jugara con nosotros allá en lo alto.