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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR 

Un valenciano en Madrid

24/07/2016 - 

VALENCIA. Descubrí Madrid en 1981, cuando me apunté a acompañar a Glamour a la grabación de su primer disco, que se registró durante la segunda quincena de julio de aquel verano. Barcelona había sido hasta entonces la ciudad que me atraía porque era la ciudad moderna por antonomasia; allí, muchas de las cosas que me fascinaban, tenían un reflejo muy claro: Velvet Underground, B-52’s, Patti Smith, el mundo de Warhol... Desde 1978, en Madrid se estaba gestando un fenómeno musical y cultural que acabaría arrebatándole dicho protagonismo a Barcelona. Aquel viaje a la capital durante ese verano me hizo tomar contacto con aquella realidad.

Madrid, 1982

Madrid pasó a ser la ciudad soñada y se convirtió en el sitio al que volver cuando a principios de 1982 puse en marcha el fanzine Estricnina. La intención del aquella publicación era hablar de todo aquello que me gustaba, y para entonces, muchas de las cosas que habían empezado a gustarme –Pegamoides, Derribos Arias, Parálisis Permanente…- estaban Madrid. La excusa de mis viajes era entrevistar a aquellos artistas, pero inconscientemente, lo que buscaba era ir más allá de lo conocido. Valencia era entonces una ciudad pequeña (David Byrne cantaba en Cities, “think of London / Small city”, y yo pensaba, “se va a enterar como venga a Valencia”); es cierto que gozaba de un circuito musical que no se parecía al de ninguna otra ciudad, y yo nunca sentí afinidad con el público discotequero que escuchaba a PiL y Bauhaus en aquellos días. Los acontecimientos que hicieron historia en el nuevo pop español estaban ocurriendo en otro lugar. Valencia era un lugar vibrante y divertido que ya adolecía de muchos de los problemas que  sigue padeciendo ahora. Mirar más allá de la ciudad natal era imprescindible.


La movida en directo

Durante la década de los ochenta visité mucho Madrid, lo suficiente como para contactar con artistas como los que aludía anteriormente, y conocer, aunque siempre de manera tangencial, gente y lugares que acabarían formando parte de la llamada movida madrileña. Ir al Rock-Ola, ir a TVE y aparecer en La Edad de Oro de Paloma Chamorro, ir al Diario Pop de Radio 3, a las oficinas de Dro, Tres Cipreses, Dos Rombos, quedar con Pedro Almodóvar en el Vips de López de Hoyos para entrevistarle… Todo aquello y muchísimas otras cosas más fueron fundamentales para tener una perspectiva que en casa era imposible tener. En Madrid también había capillitas y peleas cainitas, como en mi ciudad; la diferencia era que lo que pasaba en Madrid, incluso lo más nimio o mezquino, formaba parte de un todo que trascendía. Lo que pasaba en Valencia, como lo que pasa en Las Vegas, se quedaba en Valencia, para formar parte del folclore pop local y quizá, algún día, de alguna historia digna de ser contada.

Escape from Valencia

Mientras hacía la mili en Pontevedra durante 1983 y 1984, me convencí de que el lugar donde quería vivir cuando aquello terminara aquel periodo absurdo era Madrid. Después llegó el momento de tomar la decisión y por motivos diversos, me quedé en Valencia. No me quejo ni me arrepiento de ello. Diez años después, cuando la sensación de asfixia profesional y vital eran ya insoportables, terminé marchándome de aquí. Me fui a vivir a Madrid el 31 de octubre de 1993 y esa misma noche estaba viendo a Fito Páez en El Sol en compañía de Diego Manrique y Luz Divina Gómez. A partir de ese día mi vida profesional empezó a dar de sí todo lo que hasta entonces no había podido ser.


El periplo madrileño

Madrid fue mi hogar durante 13 años. Hay grandes episodios profesionales y personales que tuvieron lugar en algún punto de ese mapa emocional que está trazado sobre calles y puntos geográficos concretos. Un recorrido que durante la mayoría de ese tiempo tuvo su punto de partida en la calle O’Donnell, casi haciendo esquina con Narváez. Al poco de trasladarme a vivir allí me encontré con Fabio McNamara esperando el ascensor. Luego supe que iba a ver a Paloma Olivié, que vivía justo encima de mi casa. Paloma también era amiga de Carlos Berlanga y había firmado las letras de su disco Indicios. Estaba cantado que íbamos a hacernos buenos amigos.

La calle O’Donnell era un punto que invitaba a recorrer la ciudad tomases la dirección que tomases. Pero sobre todo, mi calle era como una especie de pista de despegue que te hacía llegar al centro, para remontar la Gran Vía. Pasando antes por la Puerta de Alcalá y dejando a la derecha el Retiro, que tenía también un toque nostálgico porque acababa cerca de donde estaba la estación en la que, tarde o temprano, tomaba un tren que me llevaba de vuelta a casa en verano, en Pascua, en navidad, cuando la añoranza del mar se hacía demasiado importante. La antigua sede madrileña de Grupo Zeta estaba allí, la sede madrileña de Random House estaba allí. Los Bardem vivían por allí y Almodóvar  unos números más arriba en la misma calle, cuyo final presidía el Pirulí.


Gran Vía forever

Ya hablé en esta misma sección de la cantidad de hoteles madrileños que visité, siempre detrás de algún músico al cual debía entrevistar, Chris Isaak o Laurie Anderson, Afghan Whigs o Eels. Y las oficinas de las discográficas, que durante esos 13 años fueron cambiando de lugar y de marca, fueron absorbiéndose unas a otras, trasladándose, llevando y trayendo consigo a gente con la que trabajé (y sigo trabajando), algunos se convirtieron en buenos amigos, otros tomaron un rumbo distinto y dejaron unas cuantas historias compartidas, y casi siempre muy divertidas. Hoteles, despachos y restaurantes, anécdotas inconfesables, historias tan locas que superan a la propia vida. Y vuelvo a verme en la Gran Vía, camino del Morocco para ver un showcase, quizá de Los Rodríguez, o para ver pinchar a Corcobado o para acudir a la fiesta de 40 aniversario de Alaska. Saliendo del metro de Sol para ir a ver Pablo Sycet o a Roberta Marrero, o a los dos a la vez.


Relativiza que algo queda

Madrid fue la ciudad que me hizo ver de otra manera Valencia porque la distancia ofrece perspectiva y, tal como me dijo Nacho Canut en una entrevista, hace que uno valore lo universal y deje de preocuparse excesivamente por las menudencias de lo local. Le debo mucho a Madrid, de la misma manera que se lo debo a Valencia. Hoy ya no me siento capaz de vivir en ninguna de estas dos urbes. Estoy más a gusto y seguro donde estoy, en la playa de El Saler. Desde aquí veo Valencia de lejos, que es como me gusta verla, lo mismo que a Madrid. Es un triángulo amoroso que se mantiene con más o menos pasión gracias sobre todo a la distancia. The Kills tienen una canción que me gusta mucho entre otras cosas por su título, What New York Used To Be, lo que Nueva York solía ser. Madrid ya no es lo que solía ser, sin cines ni tiendas de discos, dominada por franquicias, exhausta como tantas otras ciudades por la crisis. Valencia ya no es lo que solía ser, sin cines, ni tiendas de discos ni librerías, saqueada por sus antiguos gobernantes, intentando sacar cabeza como puede mientras en sus calles se reproducen más franquicias y cada vez se echa más de menos aquel paisaje urbano de un pasado no muy lejano que se fue borrando sin que nadie sepa por qué. Las ciudades que más he querido –Madrid, Valencia, Nueva York- ya no son lo que solían ser. De un tiempo a esta parte he descubierto Barcelona, intrínsecamente unida a las ilusiones y los sueños de mi adolescencia, una ciudad maravillosa para disfrutar y descubrir, la síntesis de lo que más me gusta de Madrid y de Valencia, con algo único que ninguna de estas ciudades posee. 


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