6/01/2019 -
ALICANTE. Tiempo de transición. Se apagan los rescoldos de un año como otros, 2018, que la hipérbole mediática convierte en histórico, aunque no lo sabremos nosotros, sino nuestros hijos, o tal vez los hijos de nuestros hijos, cuando miren atrás y calculen las consecuencias de lo sucedido en las postrimerías de la segunda década del siglo XXI. Ahora, mientras todavía humean ligeramente las brasas y al acercar la mano, todavía podemos calentarnos en las ascuas ligeramente bermejas, aprovechamos para poner bajo el foco algunas hogueras literarias que todavía alumbran desde las estanterías, para guiar las barcas en que llegan los camellos y los Reyes de Oriente. Aún estamos a tiempo.
Jenny Erpenbeck, Yo voy, tú vas, él va, Anagrama.
La jubilación es un peligro, a pesar de la etimología (iubilare=gritar de alegría). Cuántas veces nos han explicado la historia del padre, del tío, del abuelo que tras llegar al cese de la actividad laboral, se encuentra sin guía vital y pierden el norte: “Tendrá que andarse con cuidado de no volverse loco ahora que pasará días enteros a solas, sin hablar con nadie”, previene la voz narradora de Jenny Erpenbeck (Berlín Este, 1967) en Yo voy, tú vas, él va, novela que convierte en argumento narrativo la teoría de la alteridad de Emmanuel Lévinas, a través de un personaje, Richard, profesor universitario alemán con una exitosa carrera profesional a sus espaldas que al recuperar el tiempo que las obligaciones laborales y académicas le habían arrebatado, se encuentra con el otro que reside en si mismo y llega a la conclusión levinasiana que el existir está por encima del ser, que la ética precede a la ontología, que la cuestión moral central de nuestro tiempo es el reconocimiento del otro en sus profundas diferencias formales: “Richard nunca le ha visto beber a Apolo otra cosa que no sea agua. Agua del grifo, sin gas. Aquí, ninguno de los hombres bebe alcohol. Ninguno fuma. Ninguno tiene piso propio, ni siquiera cama propia, la ropa que llevan la sacan de las campañas de recogida de ropa usada, no tienen coche, ni equipo de música, ni carné de ningún club deportivo, no hacen excursiones ni viajes”.
Para cumplir con la pulsión interna que le obliga a que el otro traspase las barreras de las páginas de los libros y poner en práctica la praxis moral que considera imprescindible, Richard, tras enterarse de la existencia de un campamento de refugiados en Berlín, decide echar una mano. A partir de aquí, la novela se podría convertir en una moralina de emociones a flor de piel y anecdotarios vitales dramáticos, muy del gusto de la epidérmica vida virtual contemporánea, pero no lo hace en ningún momento, gracias a la contención lírica de la prosa de Erpenbeck y a la sobriedad del tratamiento narrativo de la oralidad transformada en relato frío, pero nunca distante. Yo voy, tú vas, él va no es una novela juvenil, no contiene esos rasgos didácticos que tan apreciados en los departamentos de literatura de los institutos de secundaria, pero no estaría nada mal que su lectura se viralizara entre los adolescentes. La versión castellana de Francesc Rovira de este Gehen, Ging, Gehangen de cacofónico título, es ágil y directa, mérito del traductor y también, pensamos, del estilo de frases cortas y autoconclusivas de la autora berlinesa, no tan habitual en alemán.
Jacques Yonnet, Calle de los maleficios. Crónica secreta de París, Sajalín.
“En este país de hijos de puta siempre son los pobres los que la pagan. ¿Quiere que se lo explique? Están arruinando al pequeño comercio, quieren nuestra muerte. ¡Así los peces gordos se lo quedarán todo para ellos!”. ¿Os suena? Estas palabras podrían haber salido a través del megáfono de cualquier gilet jaune, en cualquier carretera francesa, en los últimos meses, pero en realidad forma parte del capítulo 12, SOBRE EL ARTE DE APROVECHAR LA MUERTE, de una de las obras más singulares y desapercibidas de la literatura francesa en plena Segunda Guerra Mundial, en el París ocupado por los nazis, Calle de los maleficios. Crónica secreta de París, de Jacques Yonnet, publicada por primera vez en francés en 1954, un decenio después de haber sido escrita, una obra que Raymond Queneau consideraba el mejor jamás escrito sobre la capital francesa.
“Una ciudad muy antigua es como una charca, con sus colores, sus reflejos, su frescor y su cieno, su efervescencia, sus maleficios y su vida latente. La ciudad es mujer, con sus deseos y repulsiones, sus impulsos y sus renuncias, y su pudor, sobre todo su pudor”. Así empieza este diario guía de flâneur de Yonnet, en traducción de Julia Alquézar Solsona para Sajalín que hizo una primera edición en 2010 y en 2018 ha vuelto a poner en las estanterías de las librerías, un texto que viene acompañado de las ilustraciones del propio autor, también dibujante, retratista, naturalista, como la visión de uno de los muelles del Sena que antecede a la página que contiene la anterior cita.
En la Rive gauche, de la plaza Maubert a la calle Mouffetard, combatientes, artistas, espías, bohemios, traperos y criminales transitan de noche las callejuelas, los cafés, los bistrós, de una ciudad en la que los nazis son una ocupación fantasmal, porque leyendo a Yonnet queda claro que si la ciudad hubiera tenido la necesidad de exterminarlos, lo habría hecho como un organismo que fagocita bacterias a través de las zonas oscuras.
Maurice Dekobra, La Madona de los coches cama, Impedimenta.
El tránsito entre el siglo XIX y el XX, esas tres décadas que van desde 1890 hasta 1920, produjo la mayor cantidad de personajes estrafalarios, de seres de mirada luminosa y ganas de comerse el mundo como si cada bocado fuera el del manjar más jugoso, como si cada trago fuera del caldo de los dioses y el burbujeo de los espumosos partiera desde el cosquilleo de la nariz hasta el torrente sanguíneo.
Puede que lo que sigue sea interpretado como un pecado de pereza, pero pocas editoriales presentan a sus autores con la concisión narrativa con que lo hace Impedimenta, así es que si no puede mejorar lo que ya está escrito, limítate a plagiarlo: Maurice Dekobra es el seudónimo con el que se dio a conocer Ernest-Maurice Tessier. Nació en París en 1885, peo cursó parte de sus estudios en Alemania y, además del francés, llegó a dominar el inglés y el alemán. Nunca dejó de viajar; de hecho, más adelante sería uno de los primeros occidentales en visitar Nepal. Fue el primer gran reportero reconvertido en escritor; en 1908 tuvo un encuentro con una encantadora de serpientes que leía la fortuna con la ayuda de dos cobras, y fue entonces cuando adptó el seudónimo con el que sería conocido en todo el mundo. Aquellos tiempos en que la gente tenía “encuentros”... , pero sigamos. Durante la Primera Guerra Mundial sirvió como oficial de enlace francés para la División 42 de Infantería de Estados Unidos, también conocida como Raimbow, y después de la guerra se mudó a ese mismo país para trabajar como corresponsal especial,... Demos aquí un pequeño salto por encima de su experiencia norteamericana, para caer de lleno en la descripción del personaje: Don Juan mundano, cantor de la “edad del cóctel”, un Morand en versión pop, este Fitzgerald a la francesa fue alternativamente compañero de fatigas londinenses de Chaplin, cazador de tigres en tierra de maharajás, amante de Rita Hayworth y asiduo de las compañías transatlánticas en tiempos en que la jet set se llamaba smart set.
Reflejo de esta vida, la obra novelística de Dekobra contiene trazos de realismo denimonónico ruso, causticidad británica y glamour galo, que en el caso de La Madona de los coches cama se desarrollan en una trama a bordo del Orient Express, poblada por figuras glamurosas de la nobleza británica y espías soviéticos que pergueñan una de las primeras novelas de espías del siglo XX, en la que una de las penurias principales será la gran dificultad para almorzar con un mínimo de decencia.
Isaac Goldemberg, La vida a plazos de don Jacobo Lerner, las afueras.
Que la Diáspora es uno de los dramas y al mismo tiempo de los ejercicios de supervivencia del pueblo judío da fe la aparición, en el lugar más insospechado, en la provincia más remota, en el país menos indicado del mundo, del testimonio de vida de uno de los miembros de las tribus que, establecido en el lugar, reconstruye la idiosincrasia del pueblo elegido y de cada uno de sus miembros, sea desde la negación de los orígines, sea desde la minuciosa recreación de los rituales. Isaac Goldemberg nació en Perú en 1945 y, aunque vive en Nueva York desde 1964, ejerce la memoria histórica de su tradición hebrea con la prosa de su español peruano, desbrozado de marcas lingüísticas, hasta casi hacerlo irreconocible. La vida a plazos de don Jacobo Lerner, un modesto comerciante judío en la provincia peruana, es un collage de testimonios vitales e históricos, de narración pretérita de las peripecias vitales de Lerner, de crónicas y entradas de diario, de breves de la publicación Alma hebrea, como este de junio de 1933, en su número sexto: “DE TODO EL MUNDO. LOS EFECTOS DEL HITLERISMO. Berlín.- La sistemática y encarnizada campaña de odio contra los judíos de Alemania, tiene por efecto que los israelitas de ese país intolerable dirijan sus miradas hacia Palestina. Es así que la Oficina de Inmigración está recibiendo todos los días, desde que comenzó la nueva propaganda antisemita”.
Publicada originariamente en 1978, esta obra de parentescos múltiples: la tradición judía, el realismo mágico latinoamericano, el experimentalismo, hace las delicias de cualquier lector diletante y curioso, además de hacer disfrutar a los seguidores acérrimos de cualquiera de esas corrientes literarias. Un acierto su recuperación en esta edición 40 aniversario, por la editorial las afueras.
Francin du Plessix Gray, Ellos, Periférica & Errata naturae.
Si antes comentábamos que las décadas que encabalgan los siglos XIX y XX produjeron una de las mayores nóminas de personajes estrafalarios de la historia de la literatura, la década que sigue a 1930 tal vez lo sea en la producción de personajes de un nobiliario decadentismo de extrema languidez. La destrucción del mundo fue también la destrucción de los puentes, entre ellos esa patria mundial que formaban los cuerpos diplomáticos de todos los países en su confraternización de buenos modales y fiestas regadas en champán.
Ellos son los padres de Francine du Plessix Gray, nacida en Varsovia porque su padre formaba parte del cuerpo diplomático francés, en una demostración inigualable de esa patria diplomática de la que hablábamos antes. Pero no es su padre biológico, el diplomático, quien Francine nos muestra en estas memorias noveladas, fallecido tras ser derribado su avión por los nazis en la Segunda Guerra Mundial, sino de su querido padrastro, Alex Liberman, a la sazón amante de su madre, Tatiana Yákovleva du Plessix... Liberman, más tarde, refugiada de la Rusia bolchevique, famosa diseñadora de sombreros, y gran dama de la sociedad neoyorkina, tras instalarse en la capital del mundo junto a su amante y su hija.
Una septuagenaria Francine, marcada por una fecunda vida onírica, será la que decidirá convertir las cuarenta páginas que en 1995 había dedicado a la memoria de su madre, fallecida dos años antes, en las setecientas de este apasionante retrato de una generación que sobrevivió a la Revolución rusa, a la caída de Francia en manos de los nazis y al implacable mundo de la moda en el Nueva York de la posguerra. Para quien se adentre en esta novela: observad con atención que de los tres hitos que acabamos de nombrar, solo uno incorpora una gradación de intensidad.