Esta sí es la reina del otoño

Arnadí y crema, dulzura y esplendor de la calabaza

Aunque la temporada de estas hortalizas se extiende a casi todo el año, es en otoño cuando parece que estén en todas partes. Hoy, vamos a Nazaret. Hoy toca que nos den calabazas

| 15/10/2021 | 6 min, 9 seg

Maite Biosca González llega montada en su triciclo, lo utiliza para ir a todas partes, incluso para ir de Nazaret a Godella, donde vive su hermana. Maite tiene los huesos delicados y por eso le dijeron que ni se le ocurriera coger una bici. Maite es de Xàtiva, —el pueblo que mantiene el cuadro de Felipe V boca abajo—, llegó a Natzaret a los 18 años, es decir, hace medio siglo. Que haya puesto una rueda más ante la prohibición-advertencia facultativa es claramente una declaración de intenciones. Que dedique su tiempo a labores agrícolas o a facilitar la acogida e integración de migrantes, también. 

Hemos quedado frente al Oceanogràfic para que me hable de calabazas, de recetas con calabaza, y de la huerta. 

Son las 9 de la mañana. Me dice que la siga. Iremos hasta uno de los campos que la Associació de Veïns i Veïnes de Natzaret tiene alquilados “para proyectos en los que recuperamos terrenos de L’Horta y damos trabajo a migrantes, la mayoría subsaharianos”.

El terreno es llano, en el lado izquierdo conserva una caseta que hace las veces de almacén, lo recorren una acequia y una canal y está parcialmente cultivado, con cebollas, acelgas, patatas, pimentoneras y calabazas. Al fondo, hay un hombre haciendo caballones. Vamos hasta allí. Maite le pregunta cómo va. Es Balla, de Mali. No es muy alto, pero es fuerte, me recuerda a una excavadora cuando remueve la tierra. Balla la pone al corriente, le dice que Alassan ha ido a por gasolina para la mula mecánica. De lo que dice sobre Jose y Tracy no me entero. Maite me enseña la plantación. La última siembra de patatas la han arrasado las orugas. Lo mismo ha ocurrido con la de acelgas. “Nuestro cultivo es ecológico, por lo que estamos viendo de qué manera podemos controlar esta plaga".


Bajo la sombra que proporciona la fachada del almacén, nos sentamos en dos sillas de enea. Maite tiene cara de buena persona. Es. Maite no dispara las palabras, te las suelta con certeza y convencimiento. Me da la impresión de que no le gusta mucho hablar pero que sabe que tiene que hacerlo para que se sepan algunas cosas, las importantes. Y empieza a construir un relato en el que va mezclando historias. La de la asociación vecinal y el proyecto “Tod@s cabemos”, la del arnadí, la del taller de agricultura “Fent Camí”, la de la crema de calabaza, la del proyecto “Xarxa Alimenta”, la del arroz con calabaza y el arroz al horno hecho en la propia calabaza, la de la vida de Balla o Alassan o Tracy o Jose. “La agricultura puede ser una oportunidad de trabajo y de vida para las personas migrantes. Aprenden el oficio y los productos que obtienen de las cosechas los venden semanalmente, ellos mismos llevan las cajas a las casas de los clientes”. 

Maite me ha traído las recetas impresas en papel.

Para preparar la crema de calabaza pondremos a calentar en una cazuela 5 vasos de agua con 2 cucharadas de aceite de oliva virgen. Mientras cogen temperatura, pelamos y cortamos las verduras: la calabaza (400 gr), en dados grandes; dos zanahorias medianas en rodajas de un centímetro aproximadamente; el puerro bien limpio; una patata en trocitos como si fuéramos a guisarla. Introducimos todas las verduras en la cazuela y añadimos sal y pimienta. Cocemos con la tapa puesta unos 25 minutos, a fuego medio. Retiramos y trituramos todo con la batidora hasta que quede una crema fina. Maite suele añadir unas cuantas pepitas de la calabaza.


En el tiempo que dura nuestra conversación, no paran de ocurrir cosas a nuestro alrededor. Balla y Jose improvisan un tapiz de lucha libre al fondo, sobre la tierra blanda, y juegan y caen y se tiran. Tracy carga agua con una regadera de color limón. Van y vienen personas. Alassan con la gasolina para la mula; la dueña del terreno, vecina de Nazaret, con un capazo de tela, que pregunta cuándo le arrancarán las malas hierbas; un hombre —que estuvo en el taller de formación— y que se fue a su país, se casó y, a su vuelta, trae de regalo una bata de colores para Maite. Me recuerda al trasiego de una de esas casas de antes con a las que se asomaban y entraban las vecinas sin necesidad de que hubiera algo solemne que decirse. Esa vida que ya solo se mantiene en muy pocos sitios y en poquísimas situaciones. Compartir mesa es una reliquia de todo eso. A Maite, me dice, le encanta la función social que se produce en torno a una mesa. Y a mí, le digo. A quién no. Como el arnadí. ¿A quién no le gusta el arnadí?

El arnadí es un postre de procedencia árabe, y quizá el más antiguo de nuestro recetario autóctono. Se asa la calabaza (de entre 2,5 y 3 kilos), se pela y se quitan las pepitas. Se mete la carne de la calabaza en saquitos de tela blanca (coixenereta) durante 24 horas, para que pierda toda la cantidad de agua posible. Una vez escurrida, se le añade azúcar (900 gramos), mezclando bien ambos ingredientes. Se incorpora la almendra molida (360 gramos) y la yema de un huevo previamente batida. Se incorpora la canela en polvo y las raspaduras de un limón. Mezclamos bien, muy bien, con tal de que quede una pasta fina. La metemos en una cazuela y la cocemos a fuego muy lento durante unos veinte minutos, en los que no dejamos de remover con una cuchara de madera. Una vez se ha cocido, repartimos la pasta en uno o varios recipientes de barro. Suele darle forma de pirámide. El penúltimo paso es el adorno. Maite utiliza el espolvoreado de azúcar, piñones, almendras enteras y nueces metidas de punta hasta la mitad (todo en crudo). Para terminar, meter al horno precalentado a 150º, hasta que se doren los frutos secos, controlar para que no se quemen. Llegados a este punto, habrá que tener un poco de paciencia, ya que es recomendable dejar que se enfríe antes de comerlo.


Se han hecho las 12. Aunque es otoño, hace ya demasiado calor para estar trabajando en el campo, al sol. Todos recogemos nuestros bártulos. Maite se sube al triciclo, yo a mi bici. Tomamos el camino hacia Nazaret. Algún día quedaremos para que me cuente más cosas y tomar una cerveza. Apenas he pisado cuatro o cinco veces su barrio. Nazaret tuvo una playa, con merenderos, chiringuitos, balneario, el Club Benimar. Era como un corazón tendido al sol. Ahora, no queda nada de eso. La casa de Maite —me cuenta— está en lo que era la primera línea de playa. Ahora hay puerto y más, más puerto, y más contenedores. El corazón del progreso, dijeron.

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