Echar mano del recetario de antes. Utilizar productos de proximidad. Volver a cocinar en fogones de gas. Tendemos a pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor. A veces dudamos de ello, pero a veces es verdad.
En 1967, Cullera ya tenía turistas llegados de otras partes de Europa, algunos hoteles, restaurantes que miraban al mar. En 1967, Concha López Oliver y Enrique Renart Falcó abrieron un merendero en la playa del Dosel, conocida, por aquel entonces, como la playa de los alemanes. Lo normal en 1967 era que si uno ponía en marcha un negocio y trabajaba y trabajaba y trabajaba, el negocio fuera bien. Ahora, las cosas han cambiado. Concha tiene 84 años, el merendero es actualmente un restaurante (que sigue siendo de la familia), su marido falleció, es madre de tres hijas y dos hijos (todos con títulos universitarios, “el merendero fue un pagacarreras”).
Concha vive en su casa, en la calle de los Pescadores. Me acompaña hasta allí Kike, uno de sus hijos. Concha ha vivido toda la vida en Cullera, “menos la temporada que mi marido jugó a fútbol con el Sevilla”. Me recibe sentada en un sillón, junto a la puerta que da al patio interior (el corral de toda la vida), por ahí entra más luz y el calor de las horas de sol. Concha es una persona tranquila, no le gusta pasar frío, dice las cosas sin la más mínima agitación, como si las palabras fueran un paseo por la playa. Escucharla se parece a eso, a pasear por la arena junto al mar. “Cuando abrimos el merendero, solo servíamos bebidas y hacíamos algunas paellas a leña. Entonces no había tanta gente con coche y mucha venía hasta aquí en el autobús que hacía el trayecto de Cullera a València. Nuestros clientes más asiduos eran alemanes. Solían pedir una cerveza y un coñac, no mezclado, copa y tercio”. Los alemanes, permítanme la expresión, no son tontos. Los alemanes colonizaron el litoral valenciano antes que nadie. La playa del Dosel era una playa virgen, con un cordón de dunas intacto, la arena dorada, el agua transparente como la que sale en las postales. “Cada cual pagaba lo suyo. No tenían esa costumbre de aquí, de que cada uno invita a una ronda. Pero cuando decían que invitaban, invitaban”. En 1967, la costumbre familiar en Cullera decía que los domingos se comía paella en casa, pero aquellos turistas germanos no tenían cerca ni madre ni padre ni abuela que se las preparase, tenían el merendero de Enrique y Concha. “Quienes hacían las paellas eran mi marido y mi cuñado Pepe. Yo me encargaba de tener listo el avío, de trocear la carne, de cuidar que no faltara nada. Lo único que cocinaba era las cenas de los sábados por la noche: patatas fritas con ajos y embutido”.
Enrique y Pepe tenían un apodo, el Blanco, pero a Pepe, con el tiempo, lo llamaron el Pinturas. “No era pintor —me cuenta el hijo de Concha—, era soltero, y se ve que también era genio y figura”. A los dos les salían unas paellas espectaculares. “El “secreto” está en que la leña sea de naranjo, en sofreír bien la carne y las verduras y en controlar la medida de agua para la cocción del arroz”. Ni siquiera en aquellos tiempos los secretos eran tan secretos. Los secretos formaban parte de la tradición, y solo hacía falta preparar las recetas siguiendo esa tradición. Así que el secreto de las paellas del Merendero el Blanco estaba en la mano de quienes preparaban las paellas, que no eran cocineros profesionales. “Los clientes nos decían que la paella menos buena de aquí era mejor que la de muchos sitios”.
La elaboración del arroz a banda en cazuela —al estilo de los pescadores— no tiene más secreto que la mano de cada cual. Me dice Concha que esa receta se la dio su vecina Encarna y su hijo me dice que es la misma que preparaba el tío Pepe cuando se subía a las barcas de arrastre y les hacía la comida a los pescadores. Es un plato sencillo, ya verán que no les miento, aunque quizá mejoraría el resultado final imaginar que estamos cocinando en la cocina de una embarcación de pesca, con el olor salitre incluidos:
Para el caldo, buscar buen pescado, si es de roca, mejor: rape, rata, salmonetes, caballa… Se le echa patata y cebolla. Se cuece 15-20 minutos. Mientras, en la cazuela (hoy dejamos a un lado la costumbre del arroz a banda en paella) sofreímos el tomate maduro, el ajo picado y unos trocitos de calamar o sepia (“el calamar es más jugoso”). En el mortero hacemos un picaillo con aceite, vinagre y ajo, y reservamos (“esta salsa es para, después, mezclar con el pescado, que se saca a la mesa en plato aparte”). Una vez listo el sofrito, añadimos el arroz. Le damos unas vueltas antes de echar el caldo. Se cuece el arroz. Ha de quedar seco, como en paella. Concha hace hincapié en que se cocine con fogones de gas, algo que determinará la textura final del grano.
Casi al final de nuestra conversación, Concha me habla de su familia: de los hijos e hijas, todos con carrera y un buen trabajo, todos echaron una mano en el merendero mientras estudiaban en la universidad; me habla de su padre y madre, que fueron labradores; me habla del actual restaurante, que está en el mismo lugar en que estuvo el merendero y que se llama El Blanco. Me pregunta si tengo que sacarla en una foto. Parece que quiera y que no. “Està molt guapa”, le digo. Sigue dudando. Le digo que se la hago con su hijo. Y entonces sonríe, y otra vez tengo esa sensación de estar paseando por la playa del Dosel.