Esta semana vamos con un plato simple y súper reconocible.
Hablamos de uno de los entrantes estrella de casi todos los bares y restaurantes valencianos: el calamar. Concretamente ponemos el foco en el que preparan en Amor Amargo, que es un calamar sin historias ni trucos de malabares. Entero y a la plancha, presentado con el típico corte hasselback y la salsita verde de ajo, aceite y perejil. Es cierto que aquí le dan un pequeñito giro de gracia al freír las patitas aparte para añadir una textura más al plato y al acompañarlo con habitas tiernas pochadas con cebolla.
Escogemos este plato porque el calamar no puede camuflar los fallos y las carencias, y la perfección con la que lo ejecutan en esta bodega de Ruzafa, a pesar de tener la sala a reventar, nos indica que su éxito es merecido y no se debe a la estética del local.
Por muy vago que seas, es difícil presentar al cliente una croqueta incomestible -y menos ahora, con el boom de la quinta gama y la disponibilidad de robots de cocina que te las hacen solas prácticamente-. El calamar, por el contrario, es un producto muy “chivato”, de esos que levantan red flags al instante. Un calamar insípido y tieso es motivo suficiente para pedir la cuenta y recordar al responsable que hace muchos años que dejaste el vicio de comerte las gomas de borrar.
El calamar es maravilloso, pero sabemos que su sabor es sutil y su textura muy peculiar. Para transformarlo en una delicia, además de la frescura de la materia prima, se necesita algo más que salsa y varios gramos de sodio. Es la destreza del cocinero con el hierro y el fuego la que ha de realzar sabores y crear colores y texturas que antes no estaban. Sin pasarse, claro, que no hay nada peor que un calamar con el lomo carbonizado.
¡Vivan los buenos calamares y viva Amor Amargo!